lunes, marzo 24, 2025

Una historia que no prometa nada

 


POR El ciclon de Ovas El Hombre Invisible 

Amados,
Dispense la extensión, me queda poco tiempo…
Desde hace más de sesenta años, Cuba no camina hacia el futuro: lo ensaya. Cada mañana, cada acto, cada desfile, cada ritual de masas, parece una repetición general de una historia que se promete definitiva, pero nunca se termina de estrenar. La Revolución, desde 1959, ha sido menos un proceso que un tiempo: un tiempo denso, manipulado, prolongado artificialmente para impedir que lo real entre por las rendijas de la historia.
Las multitudes cubanas no son simplemente masas políticas. Son coreografías del tiempo. La agrupación en sindicatos, federaciones, comités; la movilización por fechas patrióticas, aniversarios de discursos, festivales, desfiles y hasta marchas por la diversidad sexual —en nombre de Fidel— son parte de una liturgia que transforma el presente en una sala de espera. Una sala colectiva. Un aeropuerto sin vuelos.
Muchos han querido explicar este fenómeno desde la teoría: el totalitarismo, el populismo, la ideología, el culto al líder. Pero ninguna de esas ideas termina de captar el misterio de la inmovilidad activa que rige la vida cubana. Porque no se trata sólo de obedecer. Se trata de participar en algo que se promete grandioso y colectivo, aunque no sepamos muy bien qué es. Se trata de dejarse arrastrar por una marea que no avanza, pero que sigue en movimiento. De ahí que la historia cubana de los últimos sesenta años no pueda narrarse como una línea ni como un ciclo. Es más bien una especie de remolino temporal: gira sin llegar a ningún lado.
Elias Canetti lo intuyó cuando escribió "Masa y poder". Observó que las masas no piensan, no deliberan, no negocian: arden. Pero esa combustión no genera historia, sino una experiencia intensa de lo efímero. Las masas se sienten eternas mientras duran, pero en cuanto se disuelven, el individuo regresa al vacío, a la dispersión, a la espera. En una "suite" para la espera. En Cuba, ese ciclo entre exaltación colectiva y vacío personal ha sido convertido en método de gobierno.
No importa si se trata de una zafra, una misión médica, un concierto por la paz o una jornada de trabajo voluntario: lo que se busca es fabricar un “nosotros” vibrante, fervoroso, comprometido… aunque sea sólo por unas horas. Luego volverá el tedio, el apagón, la escasez, la soledad. Pero, por un momento, se habrá sentido algo parecido al sentido. Ese es el truco: darle sentido a la vida a través de tareas históricas que no cambian nada. Convertir el aburrimiento en heroísmo. Transformar el sinsentido en un acto colectivo. De ahí la frase incólume: ¡Somos Fidel! La imagen de Fidel temporalizada en un nosotros, en un colectivo.
En esa Cuba, el tiempo personal estorba. La intimidad no tiene prestigio. La subjetividad no se tolera. El individuo que se pregunta para qué vive, qué desea, adónde va, qué teme, es visto como una anomalía, cuando no como un traidor. El sujeto existencial cubano —el que Dostoievski encierra en un agujero a pensar en la farsa de la historia— no tiene lugar en la Plaza. Porque la Plaza necesita a cuerpos que se levanten, levanten pancartas, levanten el puño. Lo otro —la introspección, la duda, la desgana— no sirve. No construye. No conmueve.
Y sin embargo, ese sujeto sigue allí, latiendo bajo las consignas, escondido en los márgenes, fingiendo que cree, que canta, que grita, cuando en realidad ya no espera nada. Es ese el verdadero drama de la Cuba actual: no la represión, no la miseria, no el exilio forzoso —que también—, sino la sensación colectiva de que el tiempo ha sido secuestrado. Que el futuro fue confiscado por un relato que se niega a morir. Que la historia se ha vuelto una prisión emocional donde todos participamos del encierro.
La revolución prometió un tiempo nuevo, justo, luminoso. Pero lo que construyó fue una administración perpetua del ahora. Un ahora sin fisuras, sin mañana, sin fin. Por eso no hay reforma que funcione, ni apertura que dure, ni promesa que sobreviva. Todo está atrapado en una atmósfera de provisionalidad eterna, como si la isla hubiera firmado un pacto con la espera.
Y no es casualidad que el culto al tiempo colectivo venga acompañado por un rechazo feroz a todo lo que huela a individualidad. El deseo personal, la empresa propia, la religión íntima, la escritura libre, el amor no normado, la migración del alma, son vistos con recelo. Son peligros que podrían romper la ilusión de la unidad temporal. Porque quien se atreve a tener su propio reloj, su propio calendario, su propia urgencia, ya no encaja en la coreografía nacional.
En los últimos años, sin embargo, esa coreografía se ha vuelto cada vez más forzada. La música suena, pero ya nadie baila con ganas. Se marcha, sí, pero con los ojos vacíos. Se grita, pero sin ardor. Se finge creer, pero ya ni siquiera se sabe en qué. La historia ha perdido su encanto. Y el pueblo, aunque no lo diga, lo sabe.
Es allí donde entra el escritor, el exiliado, el testigo. No como redentor ni como guía, sino como aquel que recuerda que hay otras formas de narrar el tiempo. Que la historia no tiene por qué ser una repetición de actos simbólicos. Que la vida también puede ser privada, errática, finita, incluso inútil… pero verdadera.
Uno de esos escritores, exoriginista, ha situado su mirada en un rincón simbólico llamado Playa Albina. En esa tierra ficticia o real, se condensa la tragedia del tiempo cubano: el intento de convertir cada gesto cotidiano en epopeya. El delirio de prolongar la Revolución como si fuera una ópera interminable. El temor a que se apague el aplauso y quede el silencio.
El peligro no es que el régimen continúe. El peligro es que el alma cubana olvide cómo es vivir sin un régimen. Que no sepa qué hacer con su tiempo si no se lo dicta una consigna. Que el tedio no sea comprendido como libertad, sino como vacío.
Por eso la tarea no es sólo política. Es temporal. Hay que reconquistar el tiempo. Hay que aprender a vivir sin aplausos forzados, sin tareas asignadas, sin fines históricos. Hay que rescatar el derecho al aburrimiento, a la pausa, al fracaso. Hay que recordar —con el hombre del subsuelo— que a veces lo más humano es simplemente no querer ser útil. No querer marchar. No querer cantar. No querer ser parte de nada.
Porque sólo desde ese vacío, desde ese abismo íntimo que la Revolución quiso borrar, puede surgir una historia otra. Una historia que no prometa nada, pero que al menos no nos robe el tiempo.
Puedo seguir extendiéndome en más consideraciones de este tipo, pero ya no hay tiempo y puedo aburrirlo. No quiero colectivizarlo. Me han dado al leer una obra de Hermann Broch, "La muerte de Virgilio", y en esa obra se encuentra todo lo que se podría considerar sobre el concepto del tiempo. Tal como se dice en el texto: "El tiempo no se detiene, ni siquiera en la muerte; su curso es irreversible, y nos arrastra, mientras nosotros luchamos por darle sentido a lo que no tiene."

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