Amados, lo dije una vez y lo repito ahora con más convicción (como quien repite un buche amargo): el castrismo no es simplemente una ideología ni un régimen político, es algo más perverso y resbaladizo —es magia negra, compay. El totalitarismo cubano no se impone solo por la fuerza, no, qué va: eso es lo de menos. Es por el hechizo, por el brebaje ese que nos metieron desde chiquiticos en la cabeza. Un encantamiento colectivo del cual, aunque lo denunciamos, seguimos siendo devotos... como quien reniega de la abuela pero no deja de rezar el Padrenuestro.
El régimen es un fragmento pegado al centro magnético de nuestra atención, y nosotros, sin quererlo o queriéndolo demasiado (tú sabes cómo somos), orbitamos alrededor de ese imán como limaduras de hierro: indignados, críticos, exiliados, pero pegaditos, pegaditos, como tamal en hoja. Fieles a la liturgia de mencionarlo, invocarlo, y si nos descuidamos... hasta llorarlo.
No queremos saber nada de la represión (por favor, no me hables más de eso), afirmamos estar hartos, decimos que basta ya... pero ahí estamos, al pie del cañón —y no de los mambises precisamente—, haciendo de corte, prestando los minutos de nuestra vida —de nuestros programas, de nuestras conversaciones, de nuestras redes— para rendirle homenaje en forma de repulsa. ¿Publicidad gratis? La mejor. Cada crítica es una forma de marketing. Cada denuncia, un acto publicitario involuntario. No podemos salir del conjuro porque, en el fondo, nos encanta ser parte del drama. Somos los protagonistas de la novela que juramos no ver.
Y como si no bastara con el castrismo (que ya es bastante, mi hermano), ahora se nos cuela el wokismo, esa versión gourmet del totalitarismo emocional. Qué clase de potaje, caballero. Una religión sin dios, pero con inquisición. Con santos mártires certificados por hashtags y penitencias pagaderas en likes. Nos exige pureza moral desde el sofá, reparaciones históricas desde el Wi-Fi, y nos convierte a todos en sospechosos si no repetimos el mantra del momento. Ponte el filtro correcto o te cancelan.
Es el nuevo opio de las buenas conciencias: anestesia que adormece el pensamiento con una falsa superioridad ética y un miedo feroz a que te dejen sin followers. Lo peor: se vende como progreso, pero es solo otra forma de control, eso sí, bien maquilladita, perfumada y con lenguaje inclusivo.
Así fue como Radio y TV Martí, sin darse cuenta o dándose demasiado —porque aquí nadie es bobo—, comenzó a cavar su propia tumba al abrirle la puerta al wokismo como si fuera una renovación editorial, cuando en realidad era un asalto al cuartel de la conciencia. Entró como Pedro por su casa. En vez de resistir, entregaron las llaves del archivo moral al nuevo lenguaje del miedo.
La retórica de la libertad se llenó de pronombres neutros, la denuncia se volvió terapia, y la voz crítica —antes firme— terminó susurrando en inclusivo. De ahí en adelante, el mensaje dejó de ser amenaza para el régimen y pasó a ser entretenimiento... para las sensibilidades occidentales. Mucho Netflix, poca candela.
Como dijo Tancredi en El Gatopardo —ese sí sabía cómo se mueven las fichas—: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Esa máxima aristocrática la aplicaron sin pudor nuestros nuevos curadores del discurso: transformaron las formas para preservar el fondo; sustituyeron la confrontación con la dictadura por un simulacro de conciencia que tranquiliza, pero no incomoda. En ese teatro, hasta la disidencia se volvió protocolo. Hasta los gritos vienen ya con formato y moderador.
Somos tan populistas como ellos. Reaccionamos con idéntica teatralidad, con el mismo tono encendido, con la misma coreografía binaria de pueblo y traición, de víctima y enemigo. Nos oponemos, sí, pero como se opone un personaje de novela a su autor: en el fondo, necesitándolo. No hay patria sin show, ni show sin nostalgia del verdugo.
Y mientras tanto... ¿a qué hora empieza el juego de pelota?
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Claudio Fuentes
Jamás el castrismo había sido tan premiado, legitimado, acompañado y asegurada su continuidad mutada.
Le han diseñado un enemigo como anillo al dedo: el "nuevo" anticastrismo woke, que ya viene empaquetado con su prensa anticastrista woke.
Que "magnánimo" sponsor para tres primos.
Igual el lado político "republicano" no se queda atrás en atrocidades:
El congresista "republicano" cubano americano Mario Díaz Balart, le presenta a Donald Trump, como reliquia de la cubanía y del coraje de lucha en el exilio, al chivato hiper mediocre "ex-castrista", pro-Hilarista y hoy "pro-trumpista" de Alexander Ota Ola.
¿A veces uno no puede evitar preguntarse, cúal de las dos cosas es peor, si el castrismo o toda esta comparsa woke que le ha servido como careta patriotera a tantos vividores y serruchadores de piso?
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