Mira, te lo digo claro: estos escritores cubanos de ahora no salen del "diarismo", todo lo escriben como si fuera una bitácora personal. Es como si tuvieran la obsesión de tatuarse la vida con un diario bajo el brazo. Y este poema, dedicado a mi amigo Ponte, con su aire nostálgico y su falta de cariño, le cae como anillo al dedo.
A ver, este poema es como un menú degustación de nostalgia cubana con un toque de vino blanco— un poeta de verdad no bebe cerveza, sino albariño, como si estuviera en un bar de tapas en vez de una isla que se hunde en el mar del exilio. Ponte llega puntual, con su copa en mano, y desde ahí empieza la retahíla de referencias: La Habana, provincias borradas, poetas muertos y boleros en bucle.
El poema se esfuerza tanto en ser una elegía de la patria perdida que parece un guion de película donde cada personaje entra para decir su línea melancólica y se va. Un poeta portugués por aquí, un inglés por allá, un ruso para darle dramatismo. ¿Y qué hace Ponte? Pasa lista, juega al historiador de lo que nunca ocurrió y reescribe la memoria colectiva con la misma seguridad con la que cambia una canción en la rockola.
Eso sí, entre tanta evocación, hay espacio para un par de quejas gourmet: los postres de Castilla no son dignos de su paladar, pero sí tiene espacio para una balada italiana y un bolero de La Lupe. No hay nostalgia cubana sin un poco de performance teatral.
Y al final, lo de siempre: el exilio es una herida abierta, Madrid es un escenario de paso, y la isla perdida—no la de Borges, sino la "nuestra"—es ese fantasma que nos persigue, aunque más que un país parece un pretexto para brindar. Cuando Ponte se va, caminando con prisa, el poeta nos deja con la duda existencial de si va a la Estación del Norte o sigue vagando por La Habana de su memoria.
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PONTE LLEGA A LAS 19:00
(De "Estación del Norte", Libros del Fogonero, 2024)
Puntual, albariño en mano, Ponte llega a las 19:00.
vuelve a reparar en ella.
Puestos al día, repartidos los encargos
y servidos los abrazos,
nos alistamos para irnos a La Habana
o perdernos en una de aquellas seis provincias
que acabaron siendo borradas de los mapas.
Porque el destino,
en un principio,
siempre será aquel país
del que tanto se habla y tan poco queda.
El polvo de las ruinas acaba cayendo
sobre los versos de un poeta,
portugués posiblemente,
inglés si viene al caso,
ruso si resulta inevitable.
Pasa lista.
Alaba,
inculpa,
celebra,
condena,
rinde honores.
Pero a lo que más tiempo dedica
es a modificar el pasado,
a establecer el relato
de lo que no ocurrió,
de lo que pudo haber sido,
esa página en blanco a la que también
debemos llamar nación cubana
para no quedarnos con las manos vacías.
Se pone de pie para decir el nombre
de José Alfredo Jiménez,
quita una canción de un manotazo
y pide que la Lupe suba por fin a escena.
Entre bolero y bolero demuestra alguna tesis,
luego se queja de la pobreza
de los postres de Castilla
o canta en italiano una balada de amor.
Lola Flores puede hacerlo llorar
si promete, con Celia Cruz como testigo,
que jamás volvería.
También llora si se imagina el regreso
y cae en cuenta de que Sigfredo Ariel
no estará allí para esperarnos.
Invocamos por última vez
a la delicada isla,
no la de Borges sino la íntima,
la nuestra,
esa que por perder
acabó perdiéndonos.
Ya de madrugada,
si Elena decide cantar lo sentimental,
un vecino puede tocar
para hacernos entender la hora que es.
Llegado el momento de irse
por fin vuelve a mirar a Madrid,
lo hace como si tratara
de recordar cómo vino
a parar aquí,
cómo aprendió a orientarse
sin esa brújula que es el mar.
La mañana entonces está por llegar
y ya sabemos que, en esta ciudad,
espera hasta el último minuto
para hacerlo.
Nos asomamos a la terraza para verlo ir.
Camina de prisa,
como si siguieran esperando por él.
Siempre me queda la duda
si en verdad se dirige a la Estación del Norte
o aún va del Vedado a La Habana Vieja.
Le preguntaré eso la próxima vez,
cuando llegue puntual, albariño en mano, a las 19:00.
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