sábado, abril 12, 2025

paradoja del converso: por qué tantos luchan contra el totalitarismo desde la izquierda.

 


Amados,
Hoy quiero hablarle de la paradoja del converso: por qué tantos luchan contra el totalitarismo desde la izquierda.
La pregunta, aunque incómoda, persiste con obstinación (como ese vecino que no entiende lo que es privacidad): ¿por qué tantos cubanos que se opusieron al régimen castrista desde dentro de la isla, una vez exiliados, se aferran a posiciones de izquierda? ¿Qué lleva a quien ha padecido el poder omnímodo de un Estado comunista a continuar su batalla ideológica desde las mismas coordenadas teóricas que nutrieron esa maquinaria opresiva? Esta contradicción —real, viva, dolorosa, y algo cómica— ha sido abordada de mil formas, pero pocas veces con la crudeza que exige el problema (ni con la risa contenida que merece).
Por ejemplo —y que me disculpe el dramatismo de la escena—, ¿por qué un hombre como Vázquez Portal, que recibió palos, cárcel y escarnio por oponerse al régimen, acaba pavoneándose al lado de personajes tan siniestros como López Sacha, como si compartir sombra con la noche fuese una nueva forma de iluminación? Es como si el dolor no solo no lo hubiera curado, sino que le hubiera enseñado a elegir mejor sus verdugos. Eso sí, siempre con causa, con consigna y con cita de Neruda bajo el brazo.
No se trata aquí de una simple confusión ideológica —¡ojalá!—, ni de una estrategia circunstancial. Hablamos de una estructura mental, un imaginario político que ha moldeado profundamente a generaciones de opositores que, como aquel amante despechado, siguen creyendo que su ex puede cambiar. El castrismo, como sistema totalitario, no solo reprimió cuerpos: también moldeó conciencias. Su aparato de control social, educativo y simbólico construyó una visión del mundo donde la izquierda no era solo una ideología, sino una forma de moral superior (tipo certificado de pureza revolucionaria). La derecha, por el contrario, era asociada a la traición, al egoísmo, al imperialismo, al "enemigo" que come niños y viste de saco.
Para muchos, salir del castrismo no significó necesariamente una ruptura con la izquierda como tradición. Significó una ruptura con una traición a esa tradición. En su lectura, el castrismo no fue la consumación del ideal socialista, sino su perversión. ¡Ay, el socialismo bueno todavía está por venir! En consecuencia, la lucha debía continuar, pero desde la verdadera izquierda, como quien insiste en volver con el ex, pero “esta vez sí, después de terapia”. Es esta una postura tan extendida como problemática, porque rehuye el trauma fundacional: el hecho de que el totalitarismo no es un accidente en los proyectos de ingeniería social de izquierda radical, sino una derivación lógica (spoiler: siempre acaba mal).
¿Por qué? Ni Owen, ni Kundera, ni Pasternak, ni siquiera el venerable Solzhenitsyn, con todo y sus tres tomos del Gulag, logran explicar mejor esa misteriosa conversión que El hombre invisible de H. G. Wells.
Griffin, el protagonista de El hombre invisible de H. G. Wells, ilustra esta deriva con brutal claridad. El joven científico, movido por una idea noble —explorar los límites de la ciencia y la percepción—, alcanza la invisibilidad. Pero en lugar de emplearla para el bien común, se convierte en un paria arrogante, convencido de que su estado excepcional lo coloca por encima de toda ley. Como él mismo dice: «Ya no tenía ni rastro de obligación hacia mis semejantes ordinarios en la sociedad». ¿Les suena?
La novela, escrita a fines del siglo XIX, puede leerse como una parábola inquietante del revolucionario moderno: el sujeto que, al margen de la ley, investido de una causa superior, se siente autorizado para imponer su voluntad sobre los demás. «Me sentía como un hombre que hubiera estado encarcelado y encadenado toda su vida, y de pronto fuera liberado». Una joyita.
Esa “invisibilidad moral” que Griffin experimenta es la misma que ampara al ideólogo que considera sus fines tan nobles, tan justos, que justifican cualquier medio. No importa cuántas vidas se destruyan, cuántas instituciones caigan, cuántas verdades se deformen: la causa lo redime todo. «Contemplé, sin nubes de duda, una visión magnífica de todo lo que la invisibilidad podía significar para un hombre: el misterio, el poder, la libertad».
La historia reciente ofrece múltiples ejemplos de esta mentalidad, pero en el caso cubano se vuelve particularmente trágica. El comunismo en Cuba fue, en parte, una revolución de intelectuales convencidos de su superioridad ética e histórica (el ego con barbas). Y muchos de sus herederos, incluso los disidentes, siguen operando con ese mismo esquema mental. Lo que viene siendo la secta de la dialéctica eterna.
No debe extrañarnos, entonces, que la crítica al castrismo desde la izquierda se convierta, muchas veces, en una defensa implícita del sistema que lo engendró. Porque esa crítica no desmonta la arquitectura ideológica de base: solo niega su ejecución práctica. El socialismo fracasó —nos dicen— porque fue mal implementado, no porque fuera inviable. Esta fe inquebrantable en la pureza del ideal recuerda, nuevamente, a Griffin: un ser atrapado en su lógica, incapaz de ver el desastre que genera. Pero, eso sí, con tesis y PowerPoint.
Además, existe un componente psicológico que no debe subestimarse. El izquierdismo militante ofrece una narrativa de sentido, un marco moral que justifica el sufrimiento y convierte al militante en héroe. En sociedades marcadas por la represión, ese relato puede ser más fuerte que la propia experiencia de la opresión. La izquierda ofrece redención, pertenencia, propósito. Frente a eso, la defensa del liberalismo, del pluralismo, de las instituciones, puede parecer fría, técnica, “burguesa”... aburrida. ¿Dónde están los himnos y las banderas? ¿Dónde los posters del Che con Photoshop?
Aquí reside otro de los grandes dilemas: la derecha liberal, defensora de las libertades individuales, rara vez ha sabido construir un relato épico, capaz de competir con el imaginario de la izquierda. Y sin épica, sin poesía, sin mito, muchas almas formadas en la lucha sienten que abandonan una causa para abrazar una tecnocracia sin alma. ¡Pobrecillos! Sin épica no hay revolución, y sin revolución no hay selfies con pancartas.
No es casual que tantos disidentes encuentren en figuras como Gramsci, Rosa Luxemburgo o Trotsky sus referentes. Para ellos, la crítica al totalitarismo no exige renunciar a la utopía, sino limpiarla de sus deformaciones. Pero esta operación intelectual implica un riesgo mayor: el de eternizar la esperanza revolucionaria mientras se prolonga la ceguera ante sus consecuencias. O sea, seguir vendiendo el producto con nuevo empaque, aunque el contenido apeste igual.
La lucha contra el totalitarismo requiere, en cambio, una revisión radical de los presupuestos que lo hacen posible. Y eso implica desmontar no solo al castrismo, sino al mito revolucionario que lo alimenta. Implica reconocer que la promesa de una sociedad perfectamente igualitaria, sin conflicto, sin clases, sin historia, conduce inevitablemente al autoritarismo. Porque eliminar el conflicto humano no es posible sin eliminar la libertad. «Hay que hacer que el mundo sea cuerdo. Por eso voy a empezar matando», decía Griffin, ya completamente enajenado. Pero shhh, que eso no lo enseñan en los círculos de lectura de Marx con café orgánico.
Griffin, al final de la novela, es derrotado no por un gran héroe, sino por la comunidad. La gente común, cansada de sus crímenes, se organiza para capturarlo. Esa escena puede leerse como un...

nota bene/Nunca lo he entendido, a lo màximo, en antropologîa, son 'seres' que no logran liberarse del marco conocido, bien porque en su interior fueron nombrados como 'alguien', o por miedo a adentrarse en su propia libertad. Soltar la manito del cîrculo, les impide renacer y activar neuronas, es un juego fatal, suicidan al ente que pudieran alcanzar, y lo peor, mantienen el cacareo antiguo, y la condena a quien se atreve a pasar de acera. Hoy es la vergûenza y, pueden guardar el cartelito de intelectual en el inodoro, nadie puede ser tan masoquista, pura maldad, y oportunismo que ha llevado a los cubanos al hueco del que tardan en sacar cabeza.

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