Amados,
Estoy pensando —contra mi propio juicio y en plena caída del sentido— en publicar un segundo libro.
No por necesidad.
Ni por vanidad.
Sino por ese reflejo idiota del que sigue escribiendo como quien lanza piedras al agua, esperando una ola.
Reuniré las últimas operaciones escriturales. Las llamaré “obra”, aunque sé que eso ya no significa nada.
Claro, hay un obstáculo. Siempre lo hay.
Se llama dinero, la forma contemporánea de la fe.
Necesito un mecenas. Pero los mecenas ahora tienen cuenta de Instagram y pagan por likes, no por libros.
Puedo abrir un "cofarde" —es decir, un "crowdfunding", el método posmoderno de mendicidad con branding—
o, más simple, pedirles a ustedes que me den lo que puedan. Un gesto mínimo. Una transferencia. Una limosna estética.
El proyecto existe. Late. Aunque quizás sea un espasmo.
¿Leyeron "El semiótico se enfrenta a un orgasmo fingido", de José Ponte?
Claro que no. Lo leyeron, pero no lo leyeron.
Muchos comentarios. Ninguna lectura.
Coloquialismo sin barroco. Lenguaje sin metáfora. Un poema que no quiere ser leído, sino registrado.
El texto no explica, no canta, no comunica, simula.
Y lo hace bien.
Es un poema semiótico, una secuencia de signos que fingen ser un mensaje.
Una orgía de significantes sin orgasmo.
Una trampa para lectores que aún creen que leer es entender.
El semiótico no interpreta, sospecha.
El orgasmo fingido es el signo perfecto y produce efecto sin contenido.
El poema, entonces, es eso, una mímica. Una escena que excita al lector sin darle nada.
Pero el lector igual se excita. Porque está entrenado para eso. Para fingir placer ante la máquina del lenguaje.
Cada frase es un fragmento de eso que antes llamábamos mundo.
Ahora lo llamamos “discurso”.
Ejemplos:
“Coincidencia de manecillas…” —la ilusión de un tiempo común. Falso.
“We are closed / We are open” —el capitalismo posando de anfitrión.
“Garabato en los márgenes” —el único lugar donde queda algo verdadero.
“Tatuaje. Eslogan.” —identidad como auto-publicidad.
Todo simula. Nada garantiza.
Ponte lo sabe. El lector lo sospecha. Pero igual cae.
El texto no se deja leer. Te lee.
No es un mensaje. Es un espejo.
Fingimos entender.
Fingimos emocionarnos.
Fingimos que ese orgasmo fue verdadero.
Pero el texto ya nos había juzgado.
Por supuesto.
Vamos a asignar emociones a cada signo. Como si la acumulación de simulacros formara un mapa afectivo.
Y después, una instalación.
Una sala de espejos.
Un orgasmo museográfico.
Un simulacro financiado por ustedes.
¿Quieren donar?
Perfecto.
Pongan dinero en la máquina.
Hagan que el texto ocurra.
Financien la mentira.
Para eso estamos.
El arte también necesita su crowdfunding.
Hasta el simulacro necesita gasolina.
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