sábado, abril 05, 2025

Descifrando el futuro: ¿para dónde van los intelectuales cubanos en el exilio? PAIDEIA

 


Amados,
Descifrando el futuro: ¿para dónde van los intelectuales cubanos en el exilio? Este es apenas el primer escorzo de cuatro, así que agárrense.
A finales de los años 80 y al inicio de los 90, Cuba vivió lo que podría llamarse una “limpieza” cultural, pero a diferencia de lo que muchos podrían esperar, no hubo gritos, no hubo espectáculos públicos, ni tribunales mediáticos. No, las cosas no ocurrían de esa manera en la isla, donde la gente acostumbrada al circo revolucionario más bien conocía otros métodos, menos ruidosos, pero igualmente efectivos.
Bastaba con que el Estado te “perdiera” el pasaporte, como sucedió con el narrador de esta historia en 1990, cuando se encontraba en Francia. Y entonces, la jugada era clara: el régimen ya te había soltado la mano. O peor aún, ya te estaban preparando una jugada, una jugada que a menudo se hacía desde las sombras, sin aviso previo, como si todo se tratara de una casualidad, de un accidente que a algunos les llegaba con la rapidez de una sentencia.
Mientras unos quedaban borrados del mapa, otros eran cuidadosamente ubicados en nuevas posiciones, como si todo fuera una especie de juego de ajedrez. Los de PAIDEIA, por ejemplo, recibieron lo que podría describirse como una lluvia bendita: becas que les permitieron salir del país con la facilidad de un grupo de delegados olímpicos. Y detrás de todo eso, el nombre de Zoé Valdés resonaba fuerte, moviendo los hilos desde París, haciendo favores o cumpliendo mandados, nadie sabía con certeza. Lo cierto es que aquellos que antes no podían ni soñar con un visado, comenzaron a salir en tropel: Bustos, Ponte, Rojas… todos acomodados, como si hubieran pasado por una especie de fábrica del régimen, listos para ocupar puestos, para representar al sistema en las conferencias más importantes.
Uno no podía evitar preguntarse, ¿cómo lo hicieron? Porque, en esos tiempos, salir de Cuba no era cuestión de llenar un formulario y esperar a que te llegara el permiso. No, salir de Cuba requería de algo más: de un santo en la Corte, de conexiones con los poderosos, o, en su defecto, de saber cómo jugaba el juego del poder.
En Matanzas metieron a Zaldívar, en La Habana a otros, y la gente empezaba a preguntarse quién los había colocado allí. Nadie sabía cómo, pero lo cierto era que todos aparecieron, en los lugares correctos, con los cargos que el régimen sabía que debían ocupar. Pero lo más fascinante, lo más curioso, era la actitud de estos personajes cuando se les preguntaba cómo lograron escalar hasta allí. La respuesta siempre era la misma: "fue el azar", "la vida", "una beca sin querer". Claro, claro, como si realmente eso fuera todo lo que había detrás de su ascenso.
Y uno se pregunta: ¿acaso estos personajes de PAIDEIA no sabían cómo había funcionado realmente su juego? ¿Acaso el ascenso no fue una maniobra maestra que se jugó con la astucia de quien conoce bien el terreno? Muchos de esos nombres brillaron por saber jugar la doble ficha: ser críticos con el régimen, pero al mismo tiempo, mostrar una fidelidad que nunca llegó a cuestionar la esencia misma del poder revolucionario.
Es en medio de este panorama que surgen las entrevistas, como las que El Estornudo le hizo al poeta Bustos, donde todo se cuenta con la misma voz monocorde de quien pretende dar la imagen de sabio que calla para parecer más profundo. Pero lo que uno nota, lo que se percibe en esas entrevistas, es un silencio colectivo, un pacto tácito de no hablar de lo que realmente ocurrió. Nadie quiere mencionar cómo esos personajes de PAIDEIA, con sus orígenes en Oriente, se apoderaron del escenario cultural primero desde Santo Domingo y luego desde Madrid.
No, de eso no se habla. Queda en silencio, porque resulta incómodo. Y este silencio, sin duda, es una de las formas más astutas de manejar la historia: cuando no se habla, se olvida. Y cuando se olvida, se puede reconstruir todo, con la comodidad de hacerlo a la medida de los intereses de los que dictan las reglas del juego.
Ahora bien, no podemos dejar de reconocer que PAIDEIA fue un movimiento inteligente, astuto, con una jugada que si bien no fue revolucionaria en el sentido más estricto, sí logró posicionarse como un actor clave en el panorama cultural cubano. En lugar de enfrentarse frontalmente al poder, decidieron hablarle bonito, intentar llegar a un acuerdo, como quien quiere ser tomado en serio. Soñaban con que sus documentos, sus escritos, sus reflexiones pudieran cambiar algo, mover la estructura, dejar una huella.
Y es cierto que algunos de esos textos tuvieron eco en ciertos círculos, pero la realidad es que muchos de ellos terminaron, inevitablemente, en manos del propio aparato del régimen, como una forma de domesticación. Y el aparato, siempre tan hábil, los absorbió, los hizo suyos, los transformó en piezas controlables, y lo que quedó fue una nostalgia, un recuerdo bien cuidado que nadie quería tocar por temor a mancharlo.
En cuanto al estilo de PAIDEIA, la cosa era interesante, casi como una olla de presión cultural. Algunos con su marxismo de biblioteca, pretendiendo hablar como si tuvieran un doctorado de la URSS; otros con su postmodernismo, rebelde y desinhibido, con un estilo más cercano a los bares que a las universidades. Sin embargo, a pesar de esas diferencias, había un respeto mutuo, una philia que los mantenía unidos.
Se necesitaban. Se querían, aunque sus discusiones fueran más intensas por una coma mal puesta que por el destino de la isla. Las reuniones de PAIDEIA eran un espectáculo por sí mismas: horas y horas de discusión sobre trivialidades literarias, sobre adjetivos y preposiciones, mientras que fuera de la sala, el mundo seguía girando, cambiando, y la Revolución se mantenía como la última palabra en todo.
Lo bueno venía después, fuera de las reuniones formales. Cuando todo se enfriaba, los miembros de PAIDEIA se reunían en la playa, en Brisas del Mar, donde el dominó, los tacos, la cerveza caliente y un par de libros de teorías raras servían como antídoto a las tensiones de la vida cotidiana. Era ahí, entre partidas de dominó y lecturas de Anti-Edipo, donde realmente se sentían libres, donde la revolución no existía, o al menos no se sentía como una amenaza directa.
Aunque no eran improvisados, y sabían perfectamente lo que leían, su legado no era del todo positivo. Leían a Heidegger, a Lacan, a Derrida, a esos filósofos complejos y enigmáticos que nadie entiende completamente pero que todos citan con reverencia. Pero junto a esa erudición, dejaban un veneno sutil: el post-estructuralismo mal masticado, la obsesión con el “yo crítico”, la idea de que si se habla lo suficientemente complicado, nadie osará contradecirte.
Y lo cierto es que, en un contexto como el cubano, eso resultó ser una forma efectiva de sobrevivir, de encontrar un espacio dentro de la narrativa oficial, sin perder la etiqueta de “crítico” ni la fachada de rebeldes. Y es que, cuando no se sabe hacer otra cosa más que hablar de lo complicado, lo único que queda es decir que se ha hecho un trabajo profundo. Pero la vida, finalmente, les pasó factura.
Muchos de los miembros de PAIDEIA, cuando llegó el momento de firmar los papeles de un verdadero cambio, se echaron atrás. Algunos arrugaron, temiendo perder los privilegios obtenidos dentro de la estructura cultural oficial. Y es en ese momento cuando se vuelve claro quién realmente quería cambiar algo, y quién prefería seguir cobrándole al sistema. PAIDEIA, que en su momento pareció ser un grupo de vanguardia, terminó siendo absorbido, uno por uno, por el mismo sistema que se suponía que iban a desafiar.
Y cuando miramos atrás, lo que queda es una nostalgia vacía, como una promesa que nunca se cumplió, una lección griega: el que habla demasiado claro, que se prepare, porque el precio del cambio puede ser muy alto. Y entonces, ya en el exilio, comenzaron a luchar por los grants,
Continuará...





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