Amados,
Resulta casi teatral —aunque no menos cómico— ver a ciertos cubichangas en el exilio y la diáspora que se autoproclaman anticastristas de toda la vida. Según ellos, nacieron con una aversión innata al régimen cubano, como si hubieran llegado al mundo con un manual de resistencia bajo el brazo y una consigna tatuada en la frente.
Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de abandonar la isla durante el éxodo del Mariel, prefirieron quedarse, quién sabe si por amor a la patria o por miedo a los tiburones. Más tarde, durante el llamado Periodo Especial, mientras miles de balseros desafiaban el mar en busca de libertad, ellos tampoco se inmutaron. Quizá esperaban un barco más cómodo, con servicio de bar y toallas perfumadas.
Y, de repente, como por arte de magia —o más bien, por un trámite discreto y bien gestionado—, aparecen del otro lado del charco, instalados y acomodados, como si siempre hubieran estado aquí. Ya con sus cafés espumosos en la mano y sus discursos inflados listos para la ocasión, nos miran desde arriba y nos iluminan con su fervor libertario recién estrenado.
La pregunta se impone: ¿cómo llegaron realmente? ¿Cuál fue su verdadera travesía? Porque afirmar que eran anticastristas de corazón en Cuba resulta, cuando menos, dudoso. Más bien parecen haber sido estrategas de la supervivencia, calculadores pacientes, esperando el momento propicio para emprender sus viajes de oro, esos que no solo les aseguran mejores horizontes, sino también la oportunidad de reescribir su historia con tintes heroicos.
Con una amnesia selectiva digna de estudio, nos relatan sus hazañas, sus sufrimientos y sus luchas imaginarias, como si hubieran sido ellos quienes abrieron el muro de Berlín con una cucharita de café.
Resulta casi teatral —aunque no menos cómico— ver a ciertos cubichangas en el exilio y la diáspora que se autoproclaman anticastristas de toda la vida. Según ellos, nacieron con una aversión innata al régimen cubano, como si hubieran llegado al mundo con un manual de resistencia bajo el brazo y una consigna tatuada en la frente.
Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de abandonar la isla durante el éxodo del Mariel, prefirieron quedarse, quién sabe si por amor a la patria o por miedo a los tiburones. Más tarde, durante el llamado Periodo Especial, mientras miles de balseros desafiaban el mar en busca de libertad, ellos tampoco se inmutaron. Quizá esperaban un barco más cómodo, con servicio de bar y toallas perfumadas.
Y, de repente, como por arte de magia —o más bien, por un trámite discreto y bien gestionado—, aparecen del otro lado del charco, instalados y acomodados, como si siempre hubieran estado aquí. Ya con sus cafés espumosos en la mano y sus discursos inflados listos para la ocasión, nos miran desde arriba y nos iluminan con su fervor libertario recién estrenado.
La pregunta se impone: ¿cómo llegaron realmente? ¿Cuál fue su verdadera travesía? Porque afirmar que eran anticastristas de corazón en Cuba resulta, cuando menos, dudoso. Más bien parecen haber sido estrategas de la supervivencia, calculadores pacientes, esperando el momento propicio para emprender sus viajes de oro, esos que no solo les aseguran mejores horizontes, sino también la oportunidad de reescribir su historia con tintes heroicos.
Con una amnesia selectiva digna de estudio, nos relatan sus hazañas, sus sufrimientos y sus luchas imaginarias, como si hubieran sido ellos quienes abrieron el muro de Berlín con una cucharita de café.
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