Amados,
La conocimos en tiempos más sencillos, cuando bastaba una sonrisa bien encuadrada en la pantalla y una frase optimista para recibir aprobación. Betty Boop, que no era su verdadero nombre, se había convertido en una presencia constante en nuestras redes. Publicaba consejos sobre la gratitud, hablaba del poder del pensamiento positivo y recomendaba libros que, según ella, podían cambiar la vida. Su imagen de perfil era la caricatura clásica, con ojos grandes y labios rojos, una evocación inocente de otra época, como si el mundo todavía pudiera explicarse con gestos dulces y voluntad.
Pero con los años, y con la fractura que fue tomando cuerpo en la vida pública, Betty cambió. La pandemia, el encierro, la política, las palabras de más, los miedos, los algoritmos: todo fue arrastrándola hacia una zona menos clara, más tensa. Donde antes había frases sobre el amor propio, ahora había acusaciones; donde había gratitud, ahora había ironía. Había dejado de hablar de ella misma para hablar de los otros. De los que, según ella, estaban destruyendo todo.
Betty se había convertido en una cruzada digital contra Donald Trump. No por razones ideológicas profundas, ni por análisis rigurosos de políticas o efectos sociales. No. Su enemistad era de otro orden: moral, simbólica, visceral. Todo el que expresara simpatía por el presidente —o simplemente cuestionara la narrativa dominante— era, de inmediato, tildado de castrista, fidelista, maoísta, estalinista. El pasado totalitario servía ahora como insulto reciclado, proyectado sobre cualquier disidencia. No había matices, ni espacios para la duda. O estabas con ella, o estabas del otro lado.
Betty Boop, directa desde Miami con amor, viendo cómo ciertos patriotas de Facebook confunden el drama personal con la política internacional.
“¡Alzar la voz contra el apartheid!” dice la heroína de WiFi, mientras amenaza con invadir su tierra sagrada vía lancha, dron o TikTok live. Porque claro, cuando uno se caga en la madre de todo el mundo, lo que está pidiendo es… ¿unidad familiar?
Aviso para navegantes: no se puede gritar “¡Basta ya, cojones!” con una camiseta de Disney puesta y esperar que te tomen en serio en la ONU.
¡Boop-oop-a-doop!
A veces sus publicaciones eran largas, con tonos de sermón. Otras veces eran breves, filosas, casi violentas. El tono había cambiado. También el objetivo. Antes intentaba sanar. Ahora intentaba vencer. Y esa lucha la consumía. La imagen de Betty como guía espiritual, como mujer de paz y equilibrio, se fue desdibujando en favor de una figura polarizada, reactiva, que no toleraba ambigüedades.
La conocíamos, además, por sus libros de autoayuda publicados en Amazon. Pequeños ensayos sobre el perdón, la alegría, la abundancia, la energía femenina. Esos textos aún circulaban, pero ya no parecían dialogar con la nueva Betty. Quedaban como un rastro de algo anterior. El contraste era duro. ¿Cómo podía alguien que hablaba del amor universal no tener espacio para la diferencia política? ¿Cómo podía alguien que predicaba la empatía negarse a escuchar?
Era evidente que Betty no estaba sola. Su actitud, su tono, su forma de cancelar, eran reflejo de un clima más amplio, de una atmósfera donde ya no se discutían ideas, sino banderas. La política se había convertido en un campo de identidad, donde los argumentos importaban menos que los lemas. En ese mundo, la figura de Trump —y todo lo que lo rodeaba— había devenido en símbolo de maldad. Era más útil odiarlo que entenderlo. Y Betty necesitaba enemigos para sostener su relato.
No hablaba con los suyos. Les dictaba. No preguntaba. Declaraba. Se había encerrado en una forma de militancia emocional, donde todo se resolvía con certeza y condena. Ya no era una persona con ideas, sino un personaje con misión. Y desde ahí, cualquier gesto que no encajara era interpretado como traición.
Un día escribió: "¿Estamos en el comunismo o en el capitalismo? ¿Estamos en la democracia liberal o en el totalitarismo? La serpiente se muerde la cola..." Y fue quizás la primera vez en mucho tiempo que dejó ver una fisura. Una duda. Un cansancio. Como si por un momento la cruzada se le hiciera pesada. Como si reconociera que la línea entre el bien y el mal no es tan clara como pensaba. Que quizás —solo quizás— el problema no era Trump, ni sus seguidores, ni los tibios, sino la forma en que ella misma había elegido mirar.
No sabemos qué será de Betty Boop. Si volverá a la calma, si encontrará un nuevo lenguaje, si dejará de gritar. Pero algo ha quedado claro para quienes la seguimos: el odio, incluso el que se disfraza de virtud, termina devorando a quien lo alimenta.
Y mientras tanto, seguimos preguntándonos, en silencio:
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