Amados,
He leído, no sin asombro, que en cierta ciudad del exilio —llamada por sus habitantes Miami, aunque su nombre verdadero debe de ser otro, quizás un nombre africano u olvidado— la cultura ha sido tomada, no por la espada ni por la censura, sino por una forma más sutil del extravío, una voluntad de pureza cuya doctrina se llama, en esta época que no termina de comprenderse a sí misma, “lo woke”.
No es la primera vez que una palabra usurpa el lugar de una religión.
En los cafés literarios donde antes se hablaba del idioma como si fuera un puñal escondido, donde las memorias del presidio, de la balsa o del destierro llenaban el aire con su gravedad invencible, ahora se discute, con una cortesía casi ritual, sobre microagresiones, fronteras semánticas, identidades narradas y el derecho al trauma. Se habla, en suma, de todo, menos de la verdad.
Recuerdo un nombre, Radio Martí. Para algunos fue símbolo de resistencia, para otros un eco en el dial del pasado. Hoy es un escenario, sobre él se pasean, como si se tratara de los carnavales de Regla o del cabaret Tropicana, los nuevos devotos de una estética de la fragilidad. Son jóvenes, a menudo hermosos y a veces sabios, que portan consigo no libros ni argumentos, sino slogans cuidadosamente elaborados por el poder invisible del internet. Su arma no es la crítica sino la cancelación. Su dios no es la razón sino la sensibilidad.
Los he visto —o quizás los he soñado— caminar por la sede de las tertulias literarias como acuarelistas milenials cuya obra es el gesto, no la imagen. No escriben con tinta, sino con afección. No leen a Lezama ni a Martí, pero conocen de memoria los últimos premios de becas interseccionales y han memorizado el nombre de cada minoría, como si el universo pudiera dividirse en infinitas formas de desarraigo con presupuesto.
En algún punto —nadie sabría decir cuándo— la literatura dejó de ser arte para convertirse en formulario.
He asistido a una tertulia donde no se dialoga sino que se enuncia. El autor, antes figura secundaria frente a la obra, ha vuelto a ocupar el centro, no por su estilo o por su pensamiento, sino por su biografía. Todo texto es ahora autorreferencial; toda palabra, sospechosa si no pasa por el tamiz de la corrección. Uno de los presentes leyó un poema en que declaraba ser un “cuerpo racializado que habita el supermercado de Occidente”; otro habló de “descolonizar el exilio queer”. Todos aplaudieron, no al texto, sino a la persona que lo enunciaba.
No se trataba de literatura, sino de liturgia.
Los antiguos opositores al régimen castrista —cuya vida ha sido una forma de coherencia— permanecen ahora al margen de esta nueva república de los gestos. Su experiencia no encaja. No han aprendido a declinarse a sí mismos en redes ni a dividir su sufrimiento en capítulos de financiamiento. Parecen figuras arcaicas, como los poetas chinos que siguieron escribiendo en caracteres antiguos después de la reforma del mandarín.
Hay en todo esto algo de sueño. Como si una parte de la ciudad hubiese caído bajo el influjo de una secta que no busca la verdad, sino la exposición. Como si el lenguaje se hubiera cansado de significar.
Borges escribió que los espejos y la cópula multiplican al hombre. En Miami soñada por sus nietos, es la metáfora la que se ha vuelto infinita. Ya no hay hechos, sino interpretaciones. Ya no hay historia, sino identidades. Y la palabra ha dejado de ser espada para convertirse en escudo. No protege al otro, sino al yo herido.
Me pregunto si todo esto no será parte de un plan más vasto, una ironía de la historia. Tal vez la revolución —esa palabra terrible— ha cambiado de rostro. Tal vez lo que no logró el castrismo con su censura, lo estan logrando sus hijos con su sentimentalismo.
La antigua Cuba soñaba con la libertad. Esta nueva república cultural en Miami sueña con el reconocimiento.
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