Amados,
Borges, la vaca sagrada
Que Jorge Luis Borges fue un monstruo de la literatura universal, no hay duda. Su influencia, su estilo, su inagotable archivo cultural y su invención del cuento filosófico en lengua española lo consagraron, con justicia, como una de las figuras esenciales del siglo XX. Su prosa breve, exacta, profundamente conceptual, cambió para siempre la manera de contar una historia en nuestro idioma. Fue, sin exagerar, una revolución formal. Borges torció el cauce de la literatura hispanoamericana hacia el laberinto, hacia la paradoja, hacia el juego metafísico. Lo que antes era narración realista o costumbrismo, con él se volvió abismo especulativo.
Y sin embargo —aunque a muchos les resulte incómodo decirlo en voz alta— Borges también está, hoy, pasado de moda.
Esto no significa que haya dejado de ser leído o estudiado, sino que su figura se ha fosilizado. Se ha convertido en un mito intocable. En los circuitos literarios, Borges es más citado que comprendido, más venerado que revisado. Su obra ha entrado en ese extraño limbo donde habitan los clásicos: no como motores de nuevas lecturas, sino como monumentos que se contemplan de lejos. Nadie osa contradecirlo. Nadie se atreve a desmontarlo. Cuestionarlo en voz alta es, aún hoy, motivo de escándalo entre ciertos círculos cultos, como si la sola sugerencia de una mirada crítica fuera una herejía. Borges no se toca. Borges es sagrado.
Pero esta sacralización tiene consecuencias. Impide la relectura libre, la apropiación rebelde, la desobediencia creativa. Al convertirse en estatua, Borges deja de dialogar con los vivos. Pasa a ser una figura que se memoriza, no que se interroga.
Muchos lo leen aún hoy, sí. Pero no siempre con pasión genuina, ni con sentido histórico. A veces lo hacen por inercia, por obligación académica o por esa especie de ignorancia culta que heredamos de la escuela y el canon. Leer a Borges es casi un rito de paso: uno lo hace para no parecer ignorante, para tener tema de conversación en cafés universitarios, para que no lo acusen de no haber entendido la literatura. Es una lectura que da estatus. Un acto simbólico más que una experiencia estética real.
Pocos recuerdan, por ejemplo, que en sus años de juventud Borges sostuvo una polémica bastante absurda, pero muy reveladora, con Peter Ouspensky, un místico ruso obsesionado con el tiempo, los planos de conciencia y otras dimensiones de la realidad. Borges —fiel a su impulso especulativo— se dejó seducir por esas ideas en un momento en que también escribía versos ultraístas y pensaba en Buenos Aires como si fuera Alejandría. La polémica con Ouspensky no terminó bien para él. Recibió críticas feroces, incluso burlas. Pero ese episodio muestra algo fundamental: Borges era un lector voraz, sí, pero también era un pensador que a veces navegaba en aguas inciertas, que se aventuraba más allá del rigor académico. No todo en Borges fue exactitud. También hubo desvarío, riesgo, error. Y eso no lo hace menor. Al contrario: lo hace más humano, más fascinante.
En otra etapa leyó a Heidegger, aunque nunca lo citó directamente. Hay quienes dicen que no se atrevía; otros, que no lo entendió. Borges, con su formación anglosajona y su desconfianza hacia lo germánico, no consiguió adentrarse del todo en los “existenciarios” del filósofo de Friburgo. Tal vez por eso eligió el laberinto antes que la angustia, el tiempo cíclico antes que el Dasein, la paradoja intelectual antes que la experiencia ontológica. Borges necesitaba claridad, y Heidegger se movía en la niebla.
Y sin embargo, aquí estamos, décadas después, repitiendo su nombre con una mezcla de reverencia y miedo. Borges sigue siendo nuestra gran vaca sagrada. Intocable. Intimidante. Casi inhumano en su genio. Un autor que parece estar siempre más allá, como si no perteneciera a ningún tiempo concreto, como si no se pudiera discutir su figura sin cometer un sacrilegio.
Pero Borges no necesita esa sacralidad. Lo que necesita es una lectura nueva, más libre, menos condicionada por el dogma. Leerlo sin el peso del mito, sin el temblor del discípulo. Leerlo desde la sospecha, incluso desde la disidencia. Porque solo así Borges puede seguir vivo: cuando se lo lee no para adorarlo, sino para conversar con él, para contradecirlo, para encontrar sus fisuras, sus momentos fallidos, sus exageraciones. Solo un autor verdaderamente grande puede soportar esa prueba.
Pero cuida'o. Que nadie se meta con Borges. No faltará quien salte al cuello, quien cite de memoria tres cuentos, quien recuerde que lo propusieron al Nobel pero nunca se lo dieron, como si eso fuera parte de una injusticia cósmica. Y sí, quizás lo fue. Pero también es cierto que Borges, como todos los genios, necesita más que premios. Necesita lectores honestos. Lectores que se atrevan a decir que hay cuentos suyos que no funcionan, que hay ensayos demasiado pretenciosos, que hay pasajes incomprensibles no porque sean profundos, sino porque están mal escritos.
Borges lo decía de sí mismo: no escribía para el aplauso. Su mayor ambición era seguir leyendo, seguir imaginando. Él mismo ridiculizó muchas veces su figura pública, como si supiera que el peor destino para un escritor es convertirse en estatua.
Hoy, que tanto hablamos de deconstrucciones, de nuevos cánones, de lecturas críticas, ¿no sería hora también de leer a Borges sin miedo? No para derribarlo, sino para devolverle lo que fue: un hombre lleno de preguntas, de contradicciones, de ficciones inteligentes y, a veces, de errores. Un lector voraz que no quería discípulos, sino interlocutores.
Así es como, en nuestra frondosa y tropical selva intelectual, algunos cubanoides —dóciles y resueltos— han decidido convertirse en vacas lecheras. No por amor a la agricultura, claro está, sino por ambición simbólica. Se esfuerzan en ordeñarse a sí mismos una y otra vez, dejando caer, entre sus acólitos, unas gotas tibias de pensamiento que confunden con leche cultivada.
Allí los vemos: Ponte, Prats Sariol, Triff, Ernesto Busto, Rojas, de la Nuez, y otros de menor peso específico, trabajando con esmero en la edificación de su pequeña vaquería del alma, luchando por establecer un mirador (o mirdo, como preferirían algunos más castizos) desde el cual observar, con ceño docto, al resto del corral.
Lo interesante es que, en este establo de ideas, no hay pasto fresco ni hierba nueva, pero sí mucho rebuzno disfrazado de pensamiento crítico. Porque en la finca de la intelectualidad cubana, lo importante no es producir leche, sino convencernos de que estamos ante una vaca sagrada.
Amén, sí. Pero pon los ojos bien abiertos.
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