Tuve una sola muda de ropa.
Tuve zapatos rotos con el dedo gordo casi afuera.
Tuve mañanas sin desayuno y tardes sin comida.
Tuve que evitar las visitas de mis amiguitos porque me daba pena que vieran en qué condiciones vivía.
Tuve que bañarme encima de una piedra con heces fecales y roedores a mi alrededor.
Tuve que dormir apretado contra una esquina para esquivar las goteras del techo que se filtraba.
Tuve que ver cómo a mi padre se le jodía la columna rompiendo tantas veces el frente de mi cuartucho para destupir la fosa que pasaba por debajo.
Tuve que padecer la tristeza de mi madre sin cabello y con sabor metálico en la boca por los sueros citostáticos que combatieron su cáncer de mama.
Mientras todo esto me pasaba, también tuve que gritar «¡Pioneros por el comunismo, seremos como el Che!», tuve que responder las preguntas de las pruebas de Historia con mentiras sobre la revolución cubana y con más mentiras sobre Fidel Castro.
Dejé de tener tantas cosas, pero nunca me faltaron los discursos, las muelas políticas, el adoctrinamiento, el chantaje académico y el empuje a que agradeciera todo, que era nada.
Cuando tenía hambre, no podía comer.
Cuando mis amiguitos tenían hambre, esperaban el primer cumpleaños que hubiera cerca para llevarse todas las cajitas posibles para ellos y sus madres.
Cuando caía la tarde y la noche se acercaba, mi barrio se volvía una zona violenta, con tiros, machetes, botellas lanzadas, putas, chulos y drogas. Pero me decían que vivía en el país más seguro del mundo.
Cuando se prendía el televisor, que demoraba más de 45 minutos en calentarse y mostrar imágenes en blanco, negro y gris, solo había muñequitos rusos, películas rusas y programas políticos, o series y novelas que se habían estrenado cinco siglos antes. Pero me decían que yo vivía en el pueblo más educado y culto del mundo.
Me quedé esperando el ataque nuclear de los americanos y el vasito de leche prometido por Raúl Castro.
Me quedé esperando a que terminaran de construir el socialismo y a que la gente del otro lado del Muro de Berlín invadiera Cuba para enseñarles mi solar y mi cama con colchón podrido y un ladrillo como pata para sostenerla.
Me quedé esperando por el próximo año, cuando me prometían que todo iba a estar mejor.
Me quedé esperando por las «manchas» en el expediente, que iban a ser tan grandes que yo no podría llegar a la universidad y estudiar.
Me quedé esperando por una explicación convincente de que por qué José Martí fue el autor intelectual del ataque, hoy considerado terrorista, a una instalación militar en Santiago de Cuba.
Y mientras yo esperaba por estas y otras muchísimas cosas, hubo niños, como yo, que repetían mi ciclo de vida una y otra vez. Que tenían una sola muda de ropa, un solo par de zapatos rotos, mañanas sin desayuno y tardes sin comida. Sin embargo, a pesar de esas carencias, a ellos tampoco les faltaron los discursos, las muelas políticas, el adoctrinamiento, el chantaje académico y el empuje a que agradecieran todo, que era nada.
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