domingo, abril 06, 2025

La vieja nomenclatura comunista se moviliza


Por  Leopoldo Luis García


La vieja nomenclatura comunista se moviliza, se funde en un abrazo proletario desde Tierra del Fuego al Canadá.
Cuando los viejos soldados se ajustan con tanta premura el uniforme, algo saben que no sabemos nosotros.
Algo les preocupa. Algo les duele…
Estaremos atentos: se avecinan grandes acontecimientos.

El problema de los comunistas —viejos y nuevos— es que convocan multitudes… y no pueden darles de comer.

¿Es posible todavía disentir sin ser destruido?

 



Amados,
La conocimos en tiempos más sencillos, cuando bastaba una sonrisa bien encuadrada en la pantalla y una frase optimista para recibir aprobación. Betty Boop, que no era su verdadero nombre, se había convertido en una presencia constante en nuestras redes. Publicaba consejos sobre la gratitud, hablaba del poder del pensamiento positivo y recomendaba libros que, según ella, podían cambiar la vida. Su imagen de perfil era la caricatura clásica, con ojos grandes y labios rojos, una evocación inocente de otra época, como si el mundo todavía pudiera explicarse con gestos dulces y voluntad.
Pero con los años, y con la fractura que fue tomando cuerpo en la vida pública, Betty cambió. La pandemia, el encierro, la política, las palabras de más, los miedos, los algoritmos: todo fue arrastrándola hacia una zona menos clara, más tensa. Donde antes había frases sobre el amor propio, ahora había acusaciones; donde había gratitud, ahora había ironía. Había dejado de hablar de ella misma para hablar de los otros. De los que, según ella, estaban destruyendo todo.
Betty se había convertido en una cruzada digital contra Donald Trump. No por razones ideológicas profundas, ni por análisis rigurosos de políticas o efectos sociales. No. Su enemistad era de otro orden: moral, simbólica, visceral. Todo el que expresara simpatía por el presidente —o simplemente cuestionara la narrativa dominante— era, de inmediato, tildado de castrista, fidelista, maoísta, estalinista. El pasado totalitario servía ahora como insulto reciclado, proyectado sobre cualquier disidencia. No había matices, ni espacios para la duda. O estabas con ella, o estabas del otro lado.
Betty Boop, directa desde Miami con amor, viendo cómo ciertos patriotas de Facebook confunden el drama personal con la política internacional.
“¡Alzar la voz contra el apartheid!” dice la heroína de WiFi, mientras amenaza con invadir su tierra sagrada vía lancha, dron o TikTok live. Porque claro, cuando uno se caga en la madre de todo el mundo, lo que está pidiendo es… ¿unidad familiar?
Aviso para navegantes: no se puede gritar “¡Basta ya, cojones!” con una camiseta de Disney puesta y esperar que te tomen en serio en la ONU.
¡Boop-oop-a-doop!
A veces sus publicaciones eran largas, con tonos de sermón. Otras veces eran breves, filosas, casi violentas. El tono había cambiado. También el objetivo. Antes intentaba sanar. Ahora intentaba vencer. Y esa lucha la consumía. La imagen de Betty como guía espiritual, como mujer de paz y equilibrio, se fue desdibujando en favor de una figura polarizada, reactiva, que no toleraba ambigüedades.
La conocíamos, además, por sus libros de autoayuda publicados en Amazon. Pequeños ensayos sobre el perdón, la alegría, la abundancia, la energía femenina. Esos textos aún circulaban, pero ya no parecían dialogar con la nueva Betty. Quedaban como un rastro de algo anterior. El contraste era duro. ¿Cómo podía alguien que hablaba del amor universal no tener espacio para la diferencia política? ¿Cómo podía alguien que predicaba la empatía negarse a escuchar?
Era evidente que Betty no estaba sola. Su actitud, su tono, su forma de cancelar, eran reflejo de un clima más amplio, de una atmósfera donde ya no se discutían ideas, sino banderas. La política se había convertido en un campo de identidad, donde los argumentos importaban menos que los lemas. En ese mundo, la figura de Trump —y todo lo que lo rodeaba— había devenido en símbolo de maldad. Era más útil odiarlo que entenderlo. Y Betty necesitaba enemigos para sostener su relato.
No hablaba con los suyos. Les dictaba. No preguntaba. Declaraba. Se había encerrado en una forma de militancia emocional, donde todo se resolvía con certeza y condena. Ya no era una persona con ideas, sino un personaje con misión. Y desde ahí, cualquier gesto que no encajara era interpretado como traición.
Un día escribió: "¿Estamos en el comunismo o en el capitalismo? ¿Estamos en la democracia liberal o en el totalitarismo? La serpiente se muerde la cola..." Y fue quizás la primera vez en mucho tiempo que dejó ver una fisura. Una duda. Un cansancio. Como si por un momento la cruzada se le hiciera pesada. Como si reconociera que la línea entre el bien y el mal no es tan clara como pensaba. Que quizás —solo quizás— el problema no era Trump, ni sus seguidores, ni los tibios, sino la forma en que ella misma había elegido mirar.
No sabemos qué será de Betty Boop. Si volverá a la calma, si encontrará un nuevo lenguaje, si dejará de gritar. Pero algo ha quedado claro para quienes la seguimos: el odio, incluso el que se disfraza de virtud, termina devorando a quien lo alimenta.
Y mientras tanto, seguimos preguntándonos, en silencio:

¿Es posible todavía disentir sin ser destruido?

El odio sigue su curso

 

El odio sigue su curso, como buen río ideológico. Esta vez le toca al viejo comunista cubano avecindado en Chile, aquel que en sus años mozos agitaba multitudes a favor del castrismo con la misma energía con que hoy agita su cuenta de Fb. Su militancia no ha perdido ni el tono ni el tufo. Ahora, desde el Cono Sur, pontifica a favor de los socialistas chilenos y de una juventud “enérgica” que odia al capitalismo y ahora a Trump con la misma pasión con que antes idolatraba a Lenin (o a Silvio Rodríguez, según la playlist del día).
Dilla —sí, ese mismo— saca una vez más su gastada banderita roja, esta vez con barniz de “demócrata posrevolucionario y postcomunista”, como si el cambio de adjetivo pudiera ocultar el rencor de siempre.

sábado, abril 05, 2025

¿Dónde está la leche que no se ha proporcionado a los niños con bajo peso durante meses?


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#Cuba #camagüey
Jose Luis Tan Estrada
@JLperiodista96

Descifrando el futuro: ¿para dónde van los intelectuales cubanos en el exilio? PAIDEIA

 


Amados,
Descifrando el futuro: ¿para dónde van los intelectuales cubanos en el exilio? Este es apenas el primer escorzo de cuatro, así que agárrense.
A finales de los años 80 y al inicio de los 90, Cuba vivió lo que podría llamarse una “limpieza” cultural, pero a diferencia de lo que muchos podrían esperar, no hubo gritos, no hubo espectáculos públicos, ni tribunales mediáticos. No, las cosas no ocurrían de esa manera en la isla, donde la gente acostumbrada al circo revolucionario más bien conocía otros métodos, menos ruidosos, pero igualmente efectivos.
Bastaba con que el Estado te “perdiera” el pasaporte, como sucedió con el narrador de esta historia en 1990, cuando se encontraba en Francia. Y entonces, la jugada era clara: el régimen ya te había soltado la mano. O peor aún, ya te estaban preparando una jugada, una jugada que a menudo se hacía desde las sombras, sin aviso previo, como si todo se tratara de una casualidad, de un accidente que a algunos les llegaba con la rapidez de una sentencia.
Mientras unos quedaban borrados del mapa, otros eran cuidadosamente ubicados en nuevas posiciones, como si todo fuera una especie de juego de ajedrez. Los de PAIDEIA, por ejemplo, recibieron lo que podría describirse como una lluvia bendita: becas que les permitieron salir del país con la facilidad de un grupo de delegados olímpicos. Y detrás de todo eso, el nombre de Zoé Valdés resonaba fuerte, moviendo los hilos desde París, haciendo favores o cumpliendo mandados, nadie sabía con certeza. Lo cierto es que aquellos que antes no podían ni soñar con un visado, comenzaron a salir en tropel: Bustos, Ponte, Rojas… todos acomodados, como si hubieran pasado por una especie de fábrica del régimen, listos para ocupar puestos, para representar al sistema en las conferencias más importantes.
Uno no podía evitar preguntarse, ¿cómo lo hicieron? Porque, en esos tiempos, salir de Cuba no era cuestión de llenar un formulario y esperar a que te llegara el permiso. No, salir de Cuba requería de algo más: de un santo en la Corte, de conexiones con los poderosos, o, en su defecto, de saber cómo jugaba el juego del poder.
En Matanzas metieron a Zaldívar, en La Habana a otros, y la gente empezaba a preguntarse quién los había colocado allí. Nadie sabía cómo, pero lo cierto era que todos aparecieron, en los lugares correctos, con los cargos que el régimen sabía que debían ocupar. Pero lo más fascinante, lo más curioso, era la actitud de estos personajes cuando se les preguntaba cómo lograron escalar hasta allí. La respuesta siempre era la misma: "fue el azar", "la vida", "una beca sin querer". Claro, claro, como si realmente eso fuera todo lo que había detrás de su ascenso.
Y uno se pregunta: ¿acaso estos personajes de PAIDEIA no sabían cómo había funcionado realmente su juego? ¿Acaso el ascenso no fue una maniobra maestra que se jugó con la astucia de quien conoce bien el terreno? Muchos de esos nombres brillaron por saber jugar la doble ficha: ser críticos con el régimen, pero al mismo tiempo, mostrar una fidelidad que nunca llegó a cuestionar la esencia misma del poder revolucionario.
Es en medio de este panorama que surgen las entrevistas, como las que El Estornudo le hizo al poeta Bustos, donde todo se cuenta con la misma voz monocorde de quien pretende dar la imagen de sabio que calla para parecer más profundo. Pero lo que uno nota, lo que se percibe en esas entrevistas, es un silencio colectivo, un pacto tácito de no hablar de lo que realmente ocurrió. Nadie quiere mencionar cómo esos personajes de PAIDEIA, con sus orígenes en Oriente, se apoderaron del escenario cultural primero desde Santo Domingo y luego desde Madrid.
No, de eso no se habla. Queda en silencio, porque resulta incómodo. Y este silencio, sin duda, es una de las formas más astutas de manejar la historia: cuando no se habla, se olvida. Y cuando se olvida, se puede reconstruir todo, con la comodidad de hacerlo a la medida de los intereses de los que dictan las reglas del juego.
Ahora bien, no podemos dejar de reconocer que PAIDEIA fue un movimiento inteligente, astuto, con una jugada que si bien no fue revolucionaria en el sentido más estricto, sí logró posicionarse como un actor clave en el panorama cultural cubano. En lugar de enfrentarse frontalmente al poder, decidieron hablarle bonito, intentar llegar a un acuerdo, como quien quiere ser tomado en serio. Soñaban con que sus documentos, sus escritos, sus reflexiones pudieran cambiar algo, mover la estructura, dejar una huella.
Y es cierto que algunos de esos textos tuvieron eco en ciertos círculos, pero la realidad es que muchos de ellos terminaron, inevitablemente, en manos del propio aparato del régimen, como una forma de domesticación. Y el aparato, siempre tan hábil, los absorbió, los hizo suyos, los transformó en piezas controlables, y lo que quedó fue una nostalgia, un recuerdo bien cuidado que nadie quería tocar por temor a mancharlo.
En cuanto al estilo de PAIDEIA, la cosa era interesante, casi como una olla de presión cultural. Algunos con su marxismo de biblioteca, pretendiendo hablar como si tuvieran un doctorado de la URSS; otros con su postmodernismo, rebelde y desinhibido, con un estilo más cercano a los bares que a las universidades. Sin embargo, a pesar de esas diferencias, había un respeto mutuo, una philia que los mantenía unidos.
Se necesitaban. Se querían, aunque sus discusiones fueran más intensas por una coma mal puesta que por el destino de la isla. Las reuniones de PAIDEIA eran un espectáculo por sí mismas: horas y horas de discusión sobre trivialidades literarias, sobre adjetivos y preposiciones, mientras que fuera de la sala, el mundo seguía girando, cambiando, y la Revolución se mantenía como la última palabra en todo.
Lo bueno venía después, fuera de las reuniones formales. Cuando todo se enfriaba, los miembros de PAIDEIA se reunían en la playa, en Brisas del Mar, donde el dominó, los tacos, la cerveza caliente y un par de libros de teorías raras servían como antídoto a las tensiones de la vida cotidiana. Era ahí, entre partidas de dominó y lecturas de Anti-Edipo, donde realmente se sentían libres, donde la revolución no existía, o al menos no se sentía como una amenaza directa.
Aunque no eran improvisados, y sabían perfectamente lo que leían, su legado no era del todo positivo. Leían a Heidegger, a Lacan, a Derrida, a esos filósofos complejos y enigmáticos que nadie entiende completamente pero que todos citan con reverencia. Pero junto a esa erudición, dejaban un veneno sutil: el post-estructuralismo mal masticado, la obsesión con el “yo crítico”, la idea de que si se habla lo suficientemente complicado, nadie osará contradecirte.
Y lo cierto es que, en un contexto como el cubano, eso resultó ser una forma efectiva de sobrevivir, de encontrar un espacio dentro de la narrativa oficial, sin perder la etiqueta de “crítico” ni la fachada de rebeldes. Y es que, cuando no se sabe hacer otra cosa más que hablar de lo complicado, lo único que queda es decir que se ha hecho un trabajo profundo. Pero la vida, finalmente, les pasó factura.
Muchos de los miembros de PAIDEIA, cuando llegó el momento de firmar los papeles de un verdadero cambio, se echaron atrás. Algunos arrugaron, temiendo perder los privilegios obtenidos dentro de la estructura cultural oficial. Y es en ese momento cuando se vuelve claro quién realmente quería cambiar algo, y quién prefería seguir cobrándole al sistema. PAIDEIA, que en su momento pareció ser un grupo de vanguardia, terminó siendo absorbido, uno por uno, por el mismo sistema que se suponía que iban a desafiar.
Y cuando miramos atrás, lo que queda es una nostalgia vacía, como una promesa que nunca se cumplió, una lección griega: el que habla demasiado claro, que se prepare, porque el precio del cambio puede ser muy alto. Y entonces, ya en el exilio, comenzaron a luchar por los grants,
Continuará...





Borges, la vaca sagrada y en nuestra frondosa y tropical selva intelectual, algunos cubanoides —dóciles y resueltos— han decidido convertirse en vacas lecheras.

 




Amados,
Borges, la vaca sagrada
Que Jorge Luis Borges fue un monstruo de la literatura universal, no hay duda. Su influencia, su estilo, su inagotable archivo cultural y su invención del cuento filosófico en lengua española lo consagraron, con justicia, como una de las figuras esenciales del siglo XX. Su prosa breve, exacta, profundamente conceptual, cambió para siempre la manera de contar una historia en nuestro idioma. Fue, sin exagerar, una revolución formal. Borges torció el cauce de la literatura hispanoamericana hacia el laberinto, hacia la paradoja, hacia el juego metafísico. Lo que antes era narración realista o costumbrismo, con él se volvió abismo especulativo.
Y sin embargo —aunque a muchos les resulte incómodo decirlo en voz alta— Borges también está, hoy, pasado de moda.
Esto no significa que haya dejado de ser leído o estudiado, sino que su figura se ha fosilizado. Se ha convertido en un mito intocable. En los circuitos literarios, Borges es más citado que comprendido, más venerado que revisado. Su obra ha entrado en ese extraño limbo donde habitan los clásicos: no como motores de nuevas lecturas, sino como monumentos que se contemplan de lejos. Nadie osa contradecirlo. Nadie se atreve a desmontarlo. Cuestionarlo en voz alta es, aún hoy, motivo de escándalo entre ciertos círculos cultos, como si la sola sugerencia de una mirada crítica fuera una herejía. Borges no se toca. Borges es sagrado.
Pero esta sacralización tiene consecuencias. Impide la relectura libre, la apropiación rebelde, la desobediencia creativa. Al convertirse en estatua, Borges deja de dialogar con los vivos. Pasa a ser una figura que se memoriza, no que se interroga.
Muchos lo leen aún hoy, sí. Pero no siempre con pasión genuina, ni con sentido histórico. A veces lo hacen por inercia, por obligación académica o por esa especie de ignorancia culta que heredamos de la escuela y el canon. Leer a Borges es casi un rito de paso: uno lo hace para no parecer ignorante, para tener tema de conversación en cafés universitarios, para que no lo acusen de no haber entendido la literatura. Es una lectura que da estatus. Un acto simbólico más que una experiencia estética real.
Pocos recuerdan, por ejemplo, que en sus años de juventud Borges sostuvo una polémica bastante absurda, pero muy reveladora, con Peter Ouspensky, un místico ruso obsesionado con el tiempo, los planos de conciencia y otras dimensiones de la realidad. Borges —fiel a su impulso especulativo— se dejó seducir por esas ideas en un momento en que también escribía versos ultraístas y pensaba en Buenos Aires como si fuera Alejandría. La polémica con Ouspensky no terminó bien para él. Recibió críticas feroces, incluso burlas. Pero ese episodio muestra algo fundamental: Borges era un lector voraz, sí, pero también era un pensador que a veces navegaba en aguas inciertas, que se aventuraba más allá del rigor académico. No todo en Borges fue exactitud. También hubo desvarío, riesgo, error. Y eso no lo hace menor. Al contrario: lo hace más humano, más fascinante.
En otra etapa leyó a Heidegger, aunque nunca lo citó directamente. Hay quienes dicen que no se atrevía; otros, que no lo entendió. Borges, con su formación anglosajona y su desconfianza hacia lo germánico, no consiguió adentrarse del todo en los “existenciarios” del filósofo de Friburgo. Tal vez por eso eligió el laberinto antes que la angustia, el tiempo cíclico antes que el Dasein, la paradoja intelectual antes que la experiencia ontológica. Borges necesitaba claridad, y Heidegger se movía en la niebla.
Y sin embargo, aquí estamos, décadas después, repitiendo su nombre con una mezcla de reverencia y miedo. Borges sigue siendo nuestra gran vaca sagrada. Intocable. Intimidante. Casi inhumano en su genio. Un autor que parece estar siempre más allá, como si no perteneciera a ningún tiempo concreto, como si no se pudiera discutir su figura sin cometer un sacrilegio.
Pero Borges no necesita esa sacralidad. Lo que necesita es una lectura nueva, más libre, menos condicionada por el dogma. Leerlo sin el peso del mito, sin el temblor del discípulo. Leerlo desde la sospecha, incluso desde la disidencia. Porque solo así Borges puede seguir vivo: cuando se lo lee no para adorarlo, sino para conversar con él, para contradecirlo, para encontrar sus fisuras, sus momentos fallidos, sus exageraciones. Solo un autor verdaderamente grande puede soportar esa prueba.
Pero cuida'o. Que nadie se meta con Borges. No faltará quien salte al cuello, quien cite de memoria tres cuentos, quien recuerde que lo propusieron al Nobel pero nunca se lo dieron, como si eso fuera parte de una injusticia cósmica. Y sí, quizás lo fue. Pero también es cierto que Borges, como todos los genios, necesita más que premios. Necesita lectores honestos. Lectores que se atrevan a decir que hay cuentos suyos que no funcionan, que hay ensayos demasiado pretenciosos, que hay pasajes incomprensibles no porque sean profundos, sino porque están mal escritos.
Borges lo decía de sí mismo: no escribía para el aplauso. Su mayor ambición era seguir leyendo, seguir imaginando. Él mismo ridiculizó muchas veces su figura pública, como si supiera que el peor destino para un escritor es convertirse en estatua.
Hoy, que tanto hablamos de deconstrucciones, de nuevos cánones, de lecturas críticas, ¿no sería hora también de leer a Borges sin miedo? No para derribarlo, sino para devolverle lo que fue: un hombre lleno de preguntas, de contradicciones, de ficciones inteligentes y, a veces, de errores. Un lector voraz que no quería discípulos, sino interlocutores.
Así es como, en nuestra frondosa y tropical selva intelectual, algunos cubanoides —dóciles y resueltos— han decidido convertirse en vacas lecheras. No por amor a la agricultura, claro está, sino por ambición simbólica. Se esfuerzan en ordeñarse a sí mismos una y otra vez, dejando caer, entre sus acólitos, unas gotas tibias de pensamiento que confunden con leche cultivada.
Allí los vemos: Ponte, Prats Sariol, Triff, Ernesto Busto, Rojas, de la Nuez, y otros de menor peso específico, trabajando con esmero en la edificación de su pequeña vaquería del alma, luchando por establecer un mirador (o mirdo, como preferirían algunos más castizos) desde el cual observar, con ceño docto, al resto del corral.
Lo interesante es que, en este establo de ideas, no hay pasto fresco ni hierba nueva, pero sí mucho rebuzno disfrazado de pensamiento crítico. Porque en la finca de la intelectualidad cubana, lo importante no es producir leche, sino convencernos de que estamos ante una vaca sagrada.
Amén, sí. Pero pon los ojos bien abiertos.

viernes, abril 04, 2025

4 de abril, Día de los Pioneros en Cuba: homenaje a cinco figuras destacadas de la cultura cubana en el exilio recientemente fallecidas

 Por El ciclon de Ovas El Hombre Invisible


Amados,

¡Vaya tino! Escogieron nada menos que el 4 de abril, Día de los Pioneros en Cuba y aniversario de la fundación de la UJC, para rendir homenaje a unos cuantos ilustres... que seguro están revolviéndose en el éter, rascándose las esencias con el gorrito azul de la infancia contrarevolucionaria. La fecha no podría ser más simbólica: puro realismo mágico marxista, los muertos entierran a los vivos—y con himno matutino incluido.
Yo, sinceramente, preferiría no ser enterrado en un día como ese. Pero bueno, asistiré, claro que sí, con la sonrisa diplomática del invitado correcto que aplaude a los homenajeados por lo que realmente fueron: anticastristas de alma, anticomunistas de hueso, y probablemente alérgicos a las pañoletas rojas.
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Encuentros Insularis invita a un homenaje a cinco figuras destacadas de la cultura cubana en el exilio recientemente fallecidas: Armando de Armas, Reinaldo García Ramos, Nancy Pérez Crespo, Orlando Rossardi y Juan Manuel Salvat.
Con la participación de los escritores Elvira de las Casas, Rodolfo Martínez Sotomayor, Luis de la Paz, José Prats Sariol y Teresa Fernández Soneira.
Miami Hispanic Cultural Arts Center
115 SW 5TH Ave, Miami, FL 33130
Viernes, 4 de abril a las 8:00 pm

jueves, abril 03, 2025

amnesia selectiva digna de estudio

 


Amados,

Resulta casi teatral —aunque no menos cómico— ver a ciertos cubichangas en el exilio y la diáspora que se autoproclaman anticastristas de toda la vida. Según ellos, nacieron con una aversión innata al régimen cubano, como si hubieran llegado al mundo con un manual de resistencia bajo el brazo y una consigna tatuada en la frente.

Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de abandonar la isla durante el éxodo del Mariel, prefirieron quedarse, quién sabe si por amor a la patria o por miedo a los tiburones. Más tarde, durante el llamado Periodo Especial, mientras miles de balseros desafiaban el mar en busca de libertad, ellos tampoco se inmutaron. Quizá esperaban un barco más cómodo, con servicio de bar y toallas perfumadas.

Y, de repente, como por arte de magia —o más bien, por un trámite discreto y bien gestionado—, aparecen del otro lado del charco, instalados y acomodados, como si siempre hubieran estado aquí. Ya con sus cafés espumosos en la mano y sus discursos inflados listos para la ocasión, nos miran desde arriba y nos iluminan con su fervor libertario recién estrenado.

La pregunta se impone: ¿cómo llegaron realmente? ¿Cuál fue su verdadera travesía? Porque afirmar que eran anticastristas de corazón en Cuba resulta, cuando menos, dudoso. Más bien parecen haber sido estrategas de la supervivencia, calculadores pacientes, esperando el momento propicio para emprender sus viajes de oro, esos que no solo les aseguran mejores horizontes, sino también la oportunidad de reescribir su historia con tintes heroicos.

Con una amnesia selectiva digna de estudio, nos relatan sus hazañas, sus sufrimientos y sus luchas imaginarias, como si hubieran sido ellos quienes abrieron el muro de Berlín con una cucharita de café.