jueves, mayo 08, 2025

look Chanel y un caracol rojo en la cabeza/ wg

 


pOR El ciclon de Ovas El Hombre Invisible 

Amados,
El 3 de mayo, en el siempre encantador, aunque a veces peligrosamente concurrido Books & Books de Miami, tuvo lugar un evento literario que podría describirse como la intersección improbable entre una superproducción cinematográfica y una epifanía cuidadosamente gestionada por la propaganda: la presentación de La costurera de Chanel, de Betty Davis.
Desde mucho antes del inicio oficial, se percibía que algo singular se gestaba. La congregación —personas de todas las edades— comenzaba a formarse con la devoción casi litúrgica de una beatificación contemporánea. Algunos llegaban con sus ejemplares ya marcados con post-its, otros ansiaban conseguir uno al vuelo, pero todos, absolutamente todos, esperaban el momento de la firma: esa liturgia laica que, en nuestros tiempos, sustituye cualquier acto de fe.
El evento en sí fue orquestado con una precisión coreográfica impecable. Armando Lucas Correa, con la elegancia dosificada de quien sabe que ha llegado, supo balancear humor, reflexión y esa rara inteligencia emocional que no se enseña en talleres de escritura. Las preguntas formuladas parecían tan precisas que bien podrían haber sido ensayadas, aunque el ambiente conservaba esa ilusión de espontaneidad que tanto gusta a los asistentes.
Pero se impone decir la verdad: muchos no lograron entrar. El evento fue víctima de su propio éxito. La sala principal rebosaba. Desde el patio y los pasillos laterales, el público se agolpaba para captar una palabra, una sonrisa, un gesto de la autora. Como si se tratara de una obra de teatro vista desde la cocina del teatro.
Y entonces apareció ella, Betty Davis, vestida de Chanel —cómo no— y coronada con un caracol en la cabeza, como si hubiese llegado directamente desde la Via Lastia de la alta costura. Una imagen que cruzaba el umbral entre la moda y la alegoría tropical. El murmullo fue inmediato: admiración, desconcierto y una envidia finamente disimulada.
En medio de todo eso, estaba yo. No anunciado, no esperado, y ciertamente no vestido para la ocasión. De negro. Como un espectro con carné de biblioteca. Me deslizaba entre la multitud con la soltura de quien no tiene nada que probar. Observaba. Anotaba mentalmente. Como el hombre invisible de Wells, aunque sin su tragedia. Lo curioso es que, al ser invisible, todo se me revelaba. Las expresiones, los susurros, las selfies nunca compartidas, las miradas esquivas entre excompañeros. Todo, a plena vista.
Lo más notable fue, sin duda, el momento de la firma. Un ritual. La fila serpenteaba en dimensiones que desafiaban la arquitectura del lugar. Una cola que podría haber rodeado la isla de Cuba, y aun así no mermaba el entusiasmo. Durante más de dos horas, Betty Davis firmó libros con la solemnidad de quien consagra panecillos. Pero lo hizo con gracia, con paciencia, con una sonrisa que desafiaba el agotamiento. Cada lector recibía más que una firma, una breve conversación, una palabra amable, un instante que luego pasará a formar parte de su autobiografía emocional.
Y Miami… Miami se lució. No fue solo un evento literario, fue una declaración de intenciones. La costurera de Chanel no llegó, aterrizó. Con pompa, con estrépito, con ese estilo que la ciudad exige y que tanto la autora como su público se merecen. La acogida fue inmensa, sin duda el inicio de un ciclo profesional crucial, no solo en términos editoriales, sino simbólicos, el libro como pasaporte hacia una narrativa más amplia, más visible, más internacional.
Hubo agradecimientos, como corresponde, a la editorial Lumen Penguin Group (USA), a los críticos, los amigos, los académicos, los fotógrafos, los periodistas, los colegas, y por supuesto, al público lector. Ese público fiel, disciplinado, que asiste como quien va a misa, pero con la esperanza de figurar en una historia de Instagram. Y se les agradece, porque sin ellos nada tendría sentido.
Yo me retiré como llegué, en silencio, sin saludar, sin ser saludado. Pero satisfecho. Porque, si bien nadie me vio, estuve allí. Fui testigo de ese cruce milagroso entre la literatura y el evento social, entre el autor y el símbolo cultural. Y eso, quiéranlo o no, tiene su magia.
Y para los escépticos que aún dudan, la literatura cubana goza de excelente salud. No necesita calidad, basta con un evento multitudinario y una presentación con glamour. ¿Textos memorables? ¿Estilo propio? ¿Reinvención del lenguaje? Bah, eso es para países sin alfombra roja. Aquí lo que hace falta es una buena foto, un look Chanel y, si se puede, un caracol rojo en la cabeza.

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