Por El ciclon de Ovas
Para estar en contra del fanatismo trumpista (en algún momento Sariol fue fanático de Fidel Castro), se lanza con la idea de que el agnosticismo político es una delicia intelectual: un postre servido mejor frío, acompañado de citas de Cioran, un toque de Camus y, por supuesto, la música de Bola de Nieve para añadir un aire de sofisticación caribeña. Según Sariol, es válido extender este escepticismo a la llamada filosofía social. ¿Por qué no? Total, si los filósofos griegos no sabían exactamente a dónde iban, ¿por qué deberíamos nosotros preocuparnos por algo tan vulgar como la acción política?
Lo fascinante del agnosticismo aplicado al discurso político es su habilidad para permanecer perpetuamente en la zona cómoda de la duda. Como ese escéptico que nunca pone un pie en el río por temor a que Heráclito lo esté observando desde el puente, el agnóstico político flota por encima de la refriega, contemplando el caos con una sonrisa irónica. Es la actitud del crítico de cine que jamás dirigió una película, pero opina con autoridad sobre cómo debería haber terminado Casablanca.
El agnóstico político, en su pose de sofisticación, prefiere hablar de "gustos" en lugar de principios. Las luchas sociales no son más que variaciones de menú: la desigualdad es un plato fuerte para paladares ásperos, la justicia social una sopa cuyo sabor depende del condimento. Y si a uno no le apetece el brócoli de la militancia, siempre queda el refugio del postre tibio de la ambivalencia. Al fin y al cabo, como dice el refrán, "para gustos, los colores".
Sin embargo, aquí aparece la ironía: el agnosticismo político no es tan neutral como parece. Es, en realidad, el privilegio de quienes pueden permitirse observar desde lejos. Para el agnóstico, la injusticia es un espectáculo fascinante, una obra de teatro que se disfruta desde el palco, con una copa de vino en la mano y un aire de superioridad moral. Mientras tanto, los actores en el escenario –los que luchan, los que sufren, los que se comprometen– cargan con las consecuencias.
Así que, queridos agnósticos de la política, sigan disfrutando de su cómoda ambigüedad, sigan bailando entre Camus y Bola de Nieve. Pero recuerden: mientras ustedes vacilan en las alturas del escepticismo, abajo, en el fango, alguien toma decisiones que afectarán sus vidas. Y aunque esas decisiones puedan parecerles vulgares, se toman con o sin su elegante indiferencia. Porque, al final, incluso no decidir es una forma de decidir: es ceder el timón al viento y esperar que las tormentas pasen mientras citan a Nietzsche entre sorbos de café gourmet.
La política, para los agnósticos como Sariol , no es más que una coreografía para clubes íntimos, un petit comité de gustos y sabores exóticos, como si discutir el precio del pan o los derechos fundamentales fuese comparable a catar un queso azul. Pero, cuidado: no sea que el queso esté demasiado añejo y, al probarlo, se topen con la incómoda realidad de que el escepticismo no llena estómagos ni equilibra balanzas de justicia.
Tal vez, en su próxima reflexión, puedan ampliar el menú y ofrecernos algo más sustancioso: un plato de compromiso, sazonado con acciones concretas y servido caliente. Porque, en política, a diferencia de su agnosticismo gourmet, la vida real no espera por filosofías indigestas.
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