sábado, enero 25, 2025

Apolíticos (no opino de política)

 


Apolíticos (no opino de política)
En estos tiempos de tempestad y furia, cuando Trump regresa al escenario como un cometa naranja que amenaza con incendiar las redes, aparece una tribu peculiar: los que no prefieren hablar de política. Pero no se confunda, su silencio no es simple ignorancia, no. Es un acto performático que roza la categoría del arte conceptual. Ellos no gritan, no opinan, y mucho menos discuten en las redes, porque eso sería vulgar, demasiado plebeyo para espíritus tan elevados.
Su declaración de principios comienza siempre igual: “Yo no hablo de política, prefiero concentrarme en la belleza”. Y, a continuación, sacan su arsenal de referencias. Mencionan a Virginia Woolf, quien, según ellos, “nunca habría perdido el tiempo discutiendo sobre aranceles”. (Olvidan que Woolf escribió sobre política con la misma pasión con que anotaba sus impresiones de Mrs. Dalloway). Citan a Nietzsche, el hombre que abogaba por superar lo humano, pero ignoran que él mismo consideraba la política como el teatro donde se jugaban las tragedias más épicas del espíritu.
Estos apolíticos ilustrados son una raza única. Son capaces de comparar su indiferencia hacia las pasiones terrenales con la visión trascendental de Kandinsky, porque “como el arte abstracto, sus opiniones están más allá del alcance de la turba”. Se ven como monjes que meditan en su burbuja de literatura y filosofía, al margen del caos que sacude al vulgo. Si mencionas el nombre de Trump, fruncen el ceño como si les hubieras hablado de un reality show de cuarta. Ellos no están para eso; están para Rilke y Proust, aunque solo los citen a partir de Wikipedia.
Y, por supuesto, desprecian la “gritería” de las redes, de los trumpistas. No se rebajan a debatir porque la política es un pantano que ensucia su impecable blancura moral. Prefieren llamarse “ciudadanos del mundo”, lo que, traducido, significa que no tienen interés en cuestionar las estructuras de poder que sostienen ese mundo que tanto celebran. Son, dicen, como Leonardo da Vinci, preocupados solo por la armonía familiar.
Pero en realidad, su pose apolítica no es más que otra forma de política: una que se envuelve en terciopelo para no parecerlo. Al no tomar partido, toman partido por el statu quo. Al no opinar, perpetúan las condiciones que permiten que alguien como Trump triunfe. Porque, mientras ellos leen a Camus “por placer” y citan a Hannah Arendt sin haber leído más allá de la contratapa, otros sí están gritando. Otros sí están luchando. Y a esos otros, los apolíticos los miran con lástima o, peor, con desprecio.
Al final, estos iluminados del silencio no son más que una élite ficticia, convencida de que la indiferencia los eleva por encima del resto. Pero no hay nada más graso que el elitismo disfrazado de neutralidad. O como diría aquel Nietzsche que tanto citan: “Quien no toma partido, ya ha tomado el partido más cómodo”.

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