martes, enero 28, 2025

Elena Llovet: una herida infestada supurando

 


Elena Llovet

Un grupo de machangos cubanos lleva días humillando a mujeres. No se trata de una crítica demoledora, ni de un boicot. Además de ser el más clásico ciberbullying, es un chiste bastante manido pretender humillar a una mujer al colocarla junto a un pen*.
No sé si alentados por el triunfo de Trump los machangos cubanos, los hijos del hombre nuevo andan desatados. Han soltado las máscaras para mostrar su verdadero rostro violento y misógino. La misma misoginia con que los oficiales de la parametración alegaban que una mujer era lesbiana porque le faltaba falo. La mayoría de su séquito son supuestamente "artistas" y "escritores" que reivindican la verdadera "sátira", la caída de lo políticamente correcto, del feminismo y de todo cuanto ellos desean que caiga.
No se vayan a creer ni por un momento que estos actos van a quedar impunes, que los vamos a recibir como el tipo chistoso que maltrata a la novia y con la misma regresa a la fiesta. Son de la misma tala repulsiva que los funcionarios de la UNEAC, ustedes son a donde vayan, la dictadura. Dispuestos a funar a quien sea sin importar si están de acuerdo ideológicamente o no.
Lo más triste ha sido ver a otras mujeres apoyando eso. De vez en cuando esta red social nos devuelve exactamente lo que somos. Esos somos nosotros, una herida infestada supurando en varias partes del mundo. Eso sí, tiempo al tiempo, a cada cerdo le llega su San Martín.

Intro

Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del fuego
    Profil · Création digitale
    Travaille chez El Ciervo Encantado
    A étudié à Universidad de Castilla-La Mancha
    A étudié à Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
    Habite à Madrid
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respuesta

Elena Lovenchrab: la vigilia de la indignación
Es posible que en un siglo olvidado o en un rincón de la literatura fantástica alguien haya anticipado la figura de Elena Lovenchrab, paladín intransigente que confunde la justicia con la venganza y la palabra con un decreto universal. No es casualidad que su cruzada habite en las redes sociales, ese laberinto de espejos donde todo reflejo es un eco de sí mismo y donde cada certeza es puesta en jaque por el rumor de la contradicción.
Elena no se contenta con denunciar el mal: necesita, como los inquisidores de antaño, trazar con precisión los contornos del enemigo. Para ella, los machangos cubanos que la critican no son solo individuos, sino sombras de un arquetipo más vasto, casi metafísico: el patriarcado omnipresente. Sin embargo, en su afán de describirlo, lo invoca con tanto fervor que pareciera darle realidad, como si en su empeño por destruir al minotauro lo alimentara con su propio hilo de Ariadna.
Freud, que exploró las simetrías del alma con una obsesión cartográfica, escribió alguna vez que el falo es menos un símbolo que un significante vacío, un centro que organiza el deseo pero que, en sí mismo, no es nada. Lacan añadiría, con su enigmática precisión, que la femme n’existe pas, una sentencia que Elena parece reinterpretar con fervor, invirtiendo su lógica para sostener que todo existe únicamente en función del falo.
El ataque que denuncia –la supuesta burla de ser asociada con un símbolo fálico– se convierte, en su discurso, en una prueba irrefutable del eterno complot masculino. Elena, sin embargo, ignora (o tal vez simula ignorar) que al erigir ese símbolo como el centro de su narrativa perpetúa su reinado. Así, lo que podría ser una crítica a la misoginia se transmuta en una reafirmación del mismo sistema que dice combatir, un círculo perfecto y asfixiante que no admite salida.
En su visión, los machangos cubanos –los personajes nebulosos a los que acusa– han revelado su verdadero rostro. Habla de máscaras caídas, de rostros violentos, de misoginia ancestral. Es un imaginario teatral y, como todo teatro, necesita un espectador. Elena, desde la altura moral que se ha conferido, asume el doble papel de juez y víctima.
Los machangos, que se atreven a burlarse de sus discursos, son para ella hijos de una genealogía siniestra que se remonta al hombre nuevo, aquel proyecto fallido que alguna vez prometió redimir al mundo pero que terminó engendrando caricaturas grotescas de sí mismo. Sin embargo, en su empeño por denunciarlos, Elena se convierte también en su reflejo: una inquisidora que no admite disenso, una voz que, en su celo por imponer la justicia, reproduce los mismos mecanismos de exclusión que tanto denuncia.
Elena no reivindica un feminismo de matices, de tensiones y diálogos; el suyo es un credo absoluto, inapelable. Aquellas mujeres que osan disentir de ella –que apoyan, siquiera tangencialmente, a los machangos que critica– son etiquetadas como traidoras. En el universo de Elena, no hay lugar para la ambigüedad: cada palabra, cada gesto, cada silencio es interpretado como una señal de lealtad o de herejía.
Aquí la paradoja se despliega con toda su ironía: mientras denuncia la opresión patriarcal, Elena erige un sistema igualmente autoritario, donde las mujeres no son libres de pensar por sí mismas, sino que deben alinearse con su cruzada o enfrentarse al ostracismo. Su feminismo no emancipa; encadena.
“El tiempo dirá”, sentencia Elena en su manifiesto, evocando una justicia divina que parece más una amenaza que una promesa. Cita, con una teatralidad casi religiosa, el proverbio: “A cada cerdo le llega su San Martín”. Es una frase que, leída con cuidado, revela más sobre ella que sobre sus adversarios. Porque Elena, en su afán por redimir el mundo, ha asumido el papel de juez supremo, olvidando que el juicio, como el tiempo, es una rueda que gira sin detenerse.
Quizás, en un rincón olvidado del universo, Borges imaginó un personaje como Elena: alguien que, en su obsesión por combatir el mal, termina replicándolo; alguien que, como los teólogos medievales, confunde el mapa con el territorio y el símbolo con la realidad. Elena, la santa patrona del wokeismo, no es más que una pieza en el vasto ajedrez de nuestras ilusiones colectivas.
En el Aleph, Borges escribió: “Nadie lo rebatió, porque era inútil discutir con él, que no buscaba la verdad, sino la victoria”. Quizás Elena, en su cruzada interminable, no busca la justicia, sino la confirmación de su propio relato. Como todo relato, está destinado a desmoronarse bajo el peso de su propia intransigencia.

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nOTA BENE:

ay, cômo pudiste responder a ese texto? qué lenguaje tan barato y cerebro retorcido el de Dona Elena Llovet- 'machangos, misóginos y otras epidemias wokendangas"; por qué la autora de tal panfleto " lesbis no se toca ", no usa 'mamoncillo, yuca, fruta bomba, tamales... hubiese ganado en color, digo, de eso se trata?. Veamos este caldo del infierno con que conlcuye: "Lo más triste ha sido ver a otras mujeres apoyando eso.' (no se ha enterado de que cada mujer es un mundo) luego lanza: 'De vez en cuando esta red social nos devuelve exactamente lo que somos. Esos somos nosotros, una herida infestada supurando en varias partes del mundo. Eso sí, tiempo al tiempo, a cada cerdo le llega su San Martín." Ah, la pobre, tiene lepra ardiente. Oremos, aunque merece exorcismo, y mucho talco femenino... cuânto tiempo Facebook guarda declaraciones de ese tipo? el Zukumber va a infectar el sistema...qué horror si la tal Llovet olvida el interior del Caballo de TROYA

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