por ROGELIO GARCIA
Lunes de reflexiones
Cuando alguien decide reunir en un solo paquete trabajos tan variados como los que tenemos aquí, sin una pizca de coherencia temática, la única manera de justificar el desorden es con una supuesta intención unificadora. Y esa intención, nos dicen, es la narrativa fluida, la transgresión de géneros narrativos. Pero no te preocupes, porque, al parecer, lo importante no es lo que se dice, sino cómo se dice. En otras palabras, no importa que los contenidos sean un lío, lo que realmente cuenta es la actitud con la que se afrontan las cosas. Es como decir que el estilo lo es todo, el contenido... bueno, eso es negociable.
Las corrientes narrativas pueden estar en conflicto perpetuo, ninguna tiene la verdad absoluta (¿y quién la necesita?), pero siempre hay algo que sobrevive al naufragio: el proceso. Lo cual es un alivio, porque si dependiéramos de los dogmas, esto sería un desastre. Así que la literatura se nos presenta no como un cúmulo de respuestas definitivas, sino como un interminable desfile de preguntas y posturas que, si bien nunca se ponen de acuerdo, al menos nos mantienen entretenidos. Todo esto gracias a una flexibilidad que solo un narrador podría admirar.
Esta manía moderna de separar el proceso de los resultados es casi un arte. Piensa en la ética de la pura forma, donde lo que importa es la intención, no lo que realmente haces. Otros nos dicen que lo único que importa es la vida misma, esa fuerza creativa que genera sentido mientras improvisa. En fin, lo funcional es lo que cuenta; el contenido es secundario, algo que puede cambiar según sople el viento literario del momento. Ahora podemos saltar de un contenido a otro sin preocuparnos por la consistencia. De hecho, se nos invita a celebrar esa flexibilidad como si fuera una virtud.
Podemos entonces considerar el impulso narrativo, ese afán de mirar más allá de lo evidente, como algo valioso en sí mismo, independientemente de que nos lleve a conclusiones válidas o no. Es más, cuanto más vagamos, más libres somos. ¿A quién le importa si no encontramos respuestas claras? La idea es disfrutar del paseo. La literatura ya no es una búsqueda de verdades absolutas, sino un paseo relajado por los laberintos de la mente, donde cada recodo puede ofrecer una vista distinta, pero ninguna es más válida que la anterior.
Y sí, la historia nos enseña que aferrarse a un sistema rígido de narraciones solo logra dejar fuera un montón de cosas interesantes. Es como intentar ver el universo a través de una rendija. ¿Por qué limitarse a eso cuando podemos abrir la ventana de par en par y ver todo el panorama? Ningún fenómeno, por pequeño que sea, debería escapar al ojo del narrador. ¡Pero cuidado! No te fíes de esos principios absolutos, porque lo más probable es que solo te estén frenando. La verdadera diversión está en mantenerse en movimiento, saltando de un tema a otro como quien cambia de canal buscando algo interesante en la televisión.
Este enfoque más laxo nos permite ver que no es necesario seguir una única dirección en nuestra reflexión. A veces, nos inclinamos hacia el panteísmo, otras veces hacia el individualismo. ¡Incluso podemos flirtear con el idealismo o el realismo según el día! En realidad, el camino narrativo no es una autopista recta, sino más bien un sendero lleno de curvas y desvíos que nos llevan por todo tipo de terrenos, cada uno con su encanto.
Así que, ¿a qué conclusión llegamos? Bueno, en realidad no hay una conclusión final, lo que tiene sentido, dado que la literatura no es un destino sino un viaje interminable. No se trata de llegar a ninguna parte, sino de disfrutar del camino, explorando cada rincón del relato con la libertad de quien no está atado a ninguna idea en particular. De hecho, si alguna vez alguien te dice que ha encontrado la verdad narrativa definitiva, lo mejor que puedes hacer es sonreír y seguir caminando en la dirección opuesta.
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