sábado, enero 25, 2025

matemàticas de primer grado


 

Jacobo Londres

Viagra para la Academia, POR Jacobo Londres

 


Viagra para la Academia
Para los académicos cubanos
a los que les sirva el (en)sayo.
¿Se acuerdan de las películas en las que hay un agente retirado, en sus asuntos familiares, sus hobbies, y toca a la puerta una comitiva del FBI para que les ayude una vez más? Ahora vendría la escena en que me están recordando una misión en la que brillé, así el espectador comprendería la razón indiscutible de esta nueva convocatoria. Pero no es el caso, pues lo mío no fue un retiro, sino que me habían expulsado por el asunto de la exhumación fallida de Carpentier. Se trataba de una negociación amarga, pues los del FBI me necesitaban, pero me despreciaban: nadie había creído nunca que mis intenciones con el cadáver no eran sexuales. Es cierto que no ayudó que al registrar mi casa encontraron que me había limpiado el semen masturbatorio con una foto de Alejo, pero en mi obsesión con sus cartas, libros y memorabilia usar aquella foto era mera probabilidad. En todo caso, a cambio de mi tarea, me levantarían los cargos carpenterianos, aún pendientes, así que accedí.
Me debía infiltrar como agente semiótico en un congreso de LASA, institución académica izquierdosa, exactamente en un panel en contra del “bloqueo” a Cuba donde participarían no solo intelectuales, sino también agricultores estadounidenses. Como mi hobby en ese momento era (influenciado por Carpentier y sus Leghorns) la cría de gallinas ponedoras, iría en representación de los agricultores, y me tocaría presentar una “ponencia” sobre la “ponencia” de huevos. La idea del FBI era que, al tratarse esto según ellos (erróneamente, claro) de un “paratexto indirectico”, revitalizaría subliminal la virilidad de las ideas en las ponencias académicas cubanas, donde lo punzante en ellas, por la referencia masculina que convocaba, se había convertido en algo ofensivo. A causa de aquello los académicos ya no pensaban, sino que suavemente romantizaban la realidad. O sea, como a aquellas ponencias ya no se les paraba, necesitaban una paraponencia, y una con huevos.
Les expliqué que lo que pretendían
no se trataba de un “paratexto”, sino de un “metatexto”, que el paratexto eran las ilustraciones y demás acompañamientos del texto, pero un sargento replicó: “¿Pero para meterla siempre hay que pararla, ¿no? En todo caso, ponle una foto tuya al afiche de la ponencia y ya tenemos el paratexto”. La foto de promoción funcionó, sobre todo porque cambié mi sombrero de campo por la gorra del Che, pues la cosa era impactar al mayor número de académicos posibles.
Llegué con mis gallinas a un salón de conferencias atestado. Para no despertar sospechas innecesarias entre los asistentes y mantener en ellos las defensas bajas que causa el victimismo, no llevé gallinas blancas ni heterosexuales, sino gallinas bayas, que declaré habían sido violentadas por gallos. Pero mis gallinas se alteraron al ver a tanto intelectual y, con tremendo aleteo, me hicieron quedar mal al rehusarse a poner huevos. Me puse nervioso y, al tratar de “corregir la ponencia”, las gallinas formaron un cagadero enloquecido. Había que ver a todos aquellos académicos llenos de mierda hasta el pelo, llorando, alcanzando así, si le preguntasen a Lezama, “su definición mejor”.

Apolíticos (no opino de política)

 


Apolíticos (no opino de política)
En estos tiempos de tempestad y furia, cuando Trump regresa al escenario como un cometa naranja que amenaza con incendiar las redes, aparece una tribu peculiar: los que no prefieren hablar de política. Pero no se confunda, su silencio no es simple ignorancia, no. Es un acto performático que roza la categoría del arte conceptual. Ellos no gritan, no opinan, y mucho menos discuten en las redes, porque eso sería vulgar, demasiado plebeyo para espíritus tan elevados.
Su declaración de principios comienza siempre igual: “Yo no hablo de política, prefiero concentrarme en la belleza”. Y, a continuación, sacan su arsenal de referencias. Mencionan a Virginia Woolf, quien, según ellos, “nunca habría perdido el tiempo discutiendo sobre aranceles”. (Olvidan que Woolf escribió sobre política con la misma pasión con que anotaba sus impresiones de Mrs. Dalloway). Citan a Nietzsche, el hombre que abogaba por superar lo humano, pero ignoran que él mismo consideraba la política como el teatro donde se jugaban las tragedias más épicas del espíritu.
Estos apolíticos ilustrados son una raza única. Son capaces de comparar su indiferencia hacia las pasiones terrenales con la visión trascendental de Kandinsky, porque “como el arte abstracto, sus opiniones están más allá del alcance de la turba”. Se ven como monjes que meditan en su burbuja de literatura y filosofía, al margen del caos que sacude al vulgo. Si mencionas el nombre de Trump, fruncen el ceño como si les hubieras hablado de un reality show de cuarta. Ellos no están para eso; están para Rilke y Proust, aunque solo los citen a partir de Wikipedia.
Y, por supuesto, desprecian la “gritería” de las redes, de los trumpistas. No se rebajan a debatir porque la política es un pantano que ensucia su impecable blancura moral. Prefieren llamarse “ciudadanos del mundo”, lo que, traducido, significa que no tienen interés en cuestionar las estructuras de poder que sostienen ese mundo que tanto celebran. Son, dicen, como Leonardo da Vinci, preocupados solo por la armonía familiar.
Pero en realidad, su pose apolítica no es más que otra forma de política: una que se envuelve en terciopelo para no parecerlo. Al no tomar partido, toman partido por el statu quo. Al no opinar, perpetúan las condiciones que permiten que alguien como Trump triunfe. Porque, mientras ellos leen a Camus “por placer” y citan a Hannah Arendt sin haber leído más allá de la contratapa, otros sí están gritando. Otros sí están luchando. Y a esos otros, los apolíticos los miran con lástima o, peor, con desprecio.
Al final, estos iluminados del silencio no son más que una élite ficticia, convencida de que la indiferencia los eleva por encima del resto. Pero no hay nada más graso que el elitismo disfrazado de neutralidad. O como diría aquel Nietzsche que tanto citan: “Quien no toma partido, ya ha tomado el partido más cómodo”.

viernes, enero 24, 2025

Sariol: el agnosticismo político es una delicia intelectual

 


Por El ciclon de Ovas


Para estar en contra del fanatismo trumpista (en algún momento Sariol fue fanático de Fidel Castro), se lanza con la idea de que el agnosticismo político es una delicia intelectual: un postre servido mejor frío, acompañado de citas de Cioran, un toque de Camus y, por supuesto, la música de Bola de Nieve para añadir un aire de sofisticación caribeña. Según Sariol, es válido extender este escepticismo a la llamada filosofía social. ¿Por qué no? Total, si los filósofos griegos no sabían exactamente a dónde iban, ¿por qué deberíamos nosotros preocuparnos por algo tan vulgar como la acción política?

Lo fascinante del agnosticismo aplicado al discurso político es su habilidad para permanecer perpetuamente en la zona cómoda de la duda. Como ese escéptico que nunca pone un pie en el río por temor a que Heráclito lo esté observando desde el puente, el agnóstico político flota por encima de la refriega, contemplando el caos con una sonrisa irónica. Es la actitud del crítico de cine que jamás dirigió una película, pero opina con autoridad sobre cómo debería haber terminado Casablanca.

El agnóstico político, en su pose de sofisticación, prefiere hablar de "gustos" en lugar de principios. Las luchas sociales no son más que variaciones de menú: la desigualdad es un plato fuerte para paladares ásperos, la justicia social una sopa cuyo sabor depende del condimento. Y si a uno no le apetece el brócoli de la militancia, siempre queda el refugio del postre tibio de la ambivalencia. Al fin y al cabo, como dice el refrán, "para gustos, los colores".

Sin embargo, aquí aparece la ironía: el agnosticismo político no es tan neutral como parece. Es, en realidad, el privilegio de quienes pueden permitirse observar desde lejos. Para el agnóstico, la injusticia es un espectáculo fascinante, una obra de teatro que se disfruta desde el palco, con una copa de vino en la mano y un aire de superioridad moral. Mientras tanto, los actores en el escenario –los que luchan, los que sufren, los que se comprometen– cargan con las consecuencias.

Así que, queridos agnósticos de la política, sigan disfrutando de su cómoda ambigüedad, sigan bailando entre Camus y Bola de Nieve. Pero recuerden: mientras ustedes vacilan en las alturas del escepticismo, abajo, en el fango, alguien toma decisiones que afectarán sus vidas. Y aunque esas decisiones puedan parecerles vulgares, se toman con o sin su elegante indiferencia. Porque, al final, incluso no decidir es una forma de decidir: es ceder el timón al viento y esperar que las tormentas pasen mientras citan a Nietzsche entre sorbos de café gourmet.

La política, para los agnósticos como Sariol , no es más que una coreografía para clubes íntimos, un petit comité de gustos y sabores exóticos, como si discutir el precio del pan o los derechos fundamentales fuese comparable a catar un queso azul. Pero, cuidado: no sea que el queso esté demasiado añejo y, al probarlo, se topen con la incómoda realidad de que el escepticismo no llena estómagos ni equilibra balanzas de justicia.

Tal vez, en su próxima reflexión, puedan ampliar el menú y ofrecernos algo más sustancioso: un plato de compromiso, sazonado con acciones concretas y servido caliente. Porque, en política, a diferencia de su agnosticismo gourmet, la vida real no espera por filosofías indigestas.

Practico un agnosticismo que extiendo a la filosofía social, se trata de una actitud escéptica que rechaza creencias y fanatismos.


Ya esto se les fue de las manos... 😂😂😂 @InesMChapman

 





¿Ahora escribe "Tu novela de amor" para Radio Progreso? 🤣🤣🤣