No culpéis a nadie del derrumbamiento del hombre. La entrega estéril de la palabra, don de los antros, cuando la noche, la helada, labra un fuego venusiano, y el sol, un ser de nieblas, desfallece. Este sorbo, sorbo de nada, encendidos labios, piedra de púrpura, la semilla más secreta del hombre, porque no se precisan armas para vencer al hombre: ya los relámpagos son un signo de ello. Escuetos, afilados dicen el vil secreto, la cobardía, el deseo bastardo, emblemas, yugos inmemoriales de abyección. Cabelleras, vanas al viento, arrebatadas por la corriente de la nieve núbil de un cuerpo, fuego de hogueras que adorna la claridad. ¿Eres inmortal tú, ahora, irrisión de la carne, tú, que tal vez has satisfecho a la servil pasión? Sí, mucho necesita el hombre para abarcar la extensión de su deseo, y su deseo es la nada. El escudo oscuro de la luna, el escudo lívido del sol ¿qué astro oscultan? ¿Qué olas, qué ignición de espacios lejanos? Por los roquedales se tambalea esta claridad lúgubre, rescate hostil de la carne escarnecida, picos, remos de oro sometido, despojos de un jirón. Si el gozo, funesto, de una más lóbrega sima extrajera la luz y, con los ojos cerrados, la nostalgia, la carcelera ciega del sentido, hiciese del pecho la saeta, el aciago solar! Porque el viento no necesita sentir el peso del viento cuando, vivo, tiembla en los gallardetes, los pasos del viento de primavera. Así el hombre. No se dice su nombre: primavera. Y lo es. ¿Quién dice el nombre? ¿Qué labios -¿son mortales? dicen la noche? ¿Qué ojos ven la noche? ¿Qué ojos son la noche?