Amados,
La sombra del lenguaje del G2 cubano nos persigue...
Si algo no ha faltado nunca en la historia de los cubanos —dentro o fuera de la isla— es el teatro. Hubo, hay y seguirá habiendo un Cabildo escénico, en cuyas bambalinas se mueven silenciosos apuntadores ideológicos, directores de escena disfrazados de jueces morales, y actores principales que nunca abandonan del todo su papel. El G2, por supuesto, continúa dirigiendo la función con mano invisible, modulando el ritmo, determinando los gestos, marcando los silencios.
Lo que resulta más inquietante, sin embargo, no es la persistencia del aparato, sino su capacidad de penetración simbólica: su discurso se ha trasvasado al exilio, como si la distancia geográfica no significara una verdadera ruptura. En nombre de la patria ultrajada, de la libertad o de la causa, muchos de los que huyeron terminan repitiendo, palabra por palabra, la retórica de quienes los persiguieron. Acusan con fervor, denuncian con sospecha, excluyen con idéntica intensidad: “traidor”, “vendepatria”, “agente infiltrado”. Es la gramática del miedo trasladada de escenario, pero no de intención.
Quien observa desde la atalaya del archivo —porque toda revolución es también una cuestión de archivos— entiende que este fenómeno no responde a simples contradicciones personales, sino a una estructura mental profundamente condicionada. El que se quedó en la isla construyó su identidad sobre la necesidad de pertenecer. El que se marchó, muchas veces, no ha sabido liberarse de las coordenadas simbólicas del enemigo. En ambos casos, el discurso del G2 sobrevive como una lógica de clasificación moral: “estás conmigo o estás contra mí”.
Desde una lectura antropológica —que rara vez se permite en medio del fragor mediático— esta deriva revela un patrón tribal que la Revolución ha sublimado como ética. El revolucionario no se define por lo que propone, sino por a quién excluye. El exilio, en lugar de subvertir esa lógica, muchas veces la perpetúa. En nombre de la libertad, se juzga al disidente del disenso; en nombre del derecho a la crítica, se condena toda crítica que no venga del propio clan.
Y aquí surge la paradoja: quienes denuncian el G2 por haber controlado vidas, pensamientos, amistades y destinos, repiten sus métodos de clasificación moral. La acusación se ha convertido en un espejo, y ese espejo devuelve una imagen inquietante: el exilio replicando los códigos del censor. La culpa se desplaza, la responsabilidad se difumina, pero la violencia simbólica permanece intacta. No hemos desmontado el aparato; lo hemos introyectado.
¿La solución? Tal vez no haya una clara, pero al menos puede haber una toma de conciencia: el lenguaje que utilizamos no es inocente. Y cuando ese lenguaje es el mismo que se usó para encarcelar, dividir y callar, estamos, sin saberlo o sabiéndolo, prolongando la obra que fingimos haber abandonado. La escenografía ha cambiado, pero el libreto sigue siendo el mismo.
Y si quedaba alguna duda de que el guion del G2 se ha vuelto ubicuo, basta con asomarse a las riñas ideológicas de los cubanos en el exilio —trumpistas contra bidenistas— donde cada bando acusa al otro con idéntico repertorio: “tú estás con los comunistas”, “tú eres el verdadero agente”, “tú traicionaste a la causa”.
No importa quién gane la presidencia, el G2 ya ganó la disputa simbólica: ha logrado que nos vigilemos, que nos señalemos, que nos devoremos entre nosotros con las mismas palabras con las que una vez se justificaron delaciones, cárceles y silencios.